Seis veces al año con periodicidad pendular, los medios de comunicación se estremecen ante el riesgo de que las masas se contagien de la violencia en las pantallas, porque los libros ya no impresionan a nadie con la fuerza que recuperaron episódicamente en la fatua contra Salman Rushdie. Baste recordar la alarma disparada y frustrada por Joker, una película mansa dado que su estreno no provocó unas decenas de víctimas mortales al rico kalashnikov. No importa, basta una excepción retrospectiva para descalificar al cine y aminorar la edad mental de sus espectadores, que de esto se trata.

Un argumento muy sencillo permite desembarazarse de la visita culpable a las películas violentas, o remansadas en algún otro vicio imperdonable. Los fracasos amorosos en el cine no han evitado que nadie vuelva a intentarlo. Pecaría de pedestre quien se limitara a enunciar que «siete de cada diez matrimonios se despeñan hacia el divorcio, por el efecto disolvente del vínculo que suponen las películas sobre rupturas conyugales». En cambio, un disparo en la pantalla incita a los asistentes a ejercitarse en el asesinato.

Triunfa ahora mismo Historia de un matrimonio, donde solo falta añadir la palabra 'roto'. Sin embargo, no se ha desatado la corriente censora que ha sufrido Joker, su gran rival en la lucha por los Oscars. El desinterés por el carácter corrosivo de una película contra el amor demuestra la inevitabilidad del encandilamiento mutuo, protocolizado ante notarios. Se le considera inexpugnable, el estado natural hacia el que se inclina cada ser humano a la menor oportunidad. Y simétricamente, la sobreprotección contra las películas desalmadas reconoce el enorme poder de seducción de la violencia, que devuelve al bípedo implume a su carácter primigenio. Un salvaje enamorado, a quién puede extrañarle que la civilización no acabe de cuajar.