El fascismo y sus abominables consignas étnicas tiene la misma vocación masiva que la distopía colectivista y su precisa maquinaria de eneros negros y gulags. Leprosos patriarcas extienden su infección, aspirando en las sombras el hedor acre de generaciones enteras que pudren con su poder yermo y sangriento, sustentado en la alienación, mensajes sesgados destinados a una ofuscada conciencia colectiva que engulle, en su deformidad, la existencia marginal sin dejar otro espacio a la disidencia que una gran fosa común. El mismo rastro ocre sobre la lívida faz de los días: fábricas de muerte, relojes que ya no dan las ocho y media, voces quietas, fundidas en una sucia herrumbre, habitaciones de atrás y una tosca iconografía de piedra basada en la descomposición de constantes racionales.

Cuando la razón comunicativa sucumbe al estruendo de cristales rotos, al silencio antimetafísico del difícil Dios de Abraham, acribillado por inaudibles lamentos que absorben lo sagrado convirtiendo un campo de exterminio en una sinagoga o una marcha de la muerte en éxodo universal, sólo cabe oponer la razón anamnética que invoca Metz, la que deja hablar al dolor y traspasa las fronteras de la vergüenza entre hombre y hombre, la única que puede remontar las oscuras cavidades del pasado, que pudieran ser las angostas trincheras del futuro, más allá del poder resignado de lo fáctico, sepultando en el obituario moral de occidente las reservas de decencia de tantos habitantes inciertos.

Una solución contradialéctica al dinamismo amo-esclavo en sus capítulos más sórdidos, llenos de frío y humo de trenes que aplastan la luz, sería el silencio intrahistórico del amo, el olvido propedéutico de su figura: nulo registro, reducido su paso sin semblanza individual a un implosivo episodio de hipnosis colectiva, una perversa sinergia. Ninguna mención singular, ningún protagonismo secular, por abyecto que fuere, incinerado su nombre en perjuicio de quienes abdujo. Cuántas voluntades sonámbulas se refugian en la concha del usurpador derrocado, séquito de ermitaños protegiendo sus blandos abdómenes en frenética metabiosis que sólo encubre una deserción masiva, autoexculpación sin compunción.

La luz raída no unge, pero las ráfagas de penumbra hacia cada nuevo horror bastan para camuflar rostros, concediéndoles el lapso suficiente para transfigurarse o fijar las máscaras mortuorias que ocultarán los rasgos de la vieja servidumbre hasta que una nueva devoción, su obscena liturgia y los ácimos sacramentos que la alimentan, a la impura luz de un teatro subterráneo, desate la siguiente conmoción (la esperanza nace siempre amortajada, arropada en su propio sudario).

La megalomanía, la egolatría, el delirio de poder o el anhelo de huella mnémica que pudieran inspirar secretamente al opresor, prevenidos en la perspectiva de la anonimia intrahistórica de sus hechos... «Si el nombre es arquetipo de la cosa», clama el poeta, y en las letras de la 'rosa' estuviese toda la rosa, al desterrar de la memoria profunda la figura signada del golem, su esencia aniquilada en la innominalidad, la oscura alma quedaría ahogada en el olvido de un nombre jamás pronunciado o escrito, no preterido en un silencio insidioso (omisión que pesase como un siniestro lastre sobre la conciencia, grávida de víctimas invisibles, un tumor informe en la voz gregaria), sino inhumado en la amnesia transgeneracional.

Cuando la vía del dominio degenera en la abominación bajo los rasgos demasiado comunes, vulgares a menudo, del autócrata o el genocida, la sentencia para éste no ha de ser el fuego de la historia, una sombra reminiscente, maldita pero vívida en su exposición a la invectiva o la abjuración, sino el exilio irrevocable de una serena agnosia paidética, no forzada, sin convulsas exequias, la condena a la erosión del nombre hasta el desahucio de la turbia faz del tiempo. Una lápida sin epitafio sobre la que repten las auras ciegas de los cuerpos borrados por la cal, atrapadas en las cenizas que velan el final de los metarelatos.

No hay ominosa mnésis para el déspota, sino indolente léthe. Su destino hadal no han de ser las aguas del Cocito o el Flegetón, tampoco las aguas estigiales de las que mana el odio, sino las del Leteo. Los derrubios del tirano fluyendo en la anagnórisis colectiva, sin rostro ni biografía que pudieran sostenerlos, preservada su alma aun en un nombre infame, sólo vestigios de un paso letal, anónimo, vacío de hombre, sin desnudez siquiera. Una completa paralipsis ontológica de sujeto intrahistórico: la memoria de una servidumbre atroz, huérfana, sin señorío, pues, al fin y al cabo, todos los tiranos, más o menos desfigurados, tienen el mismo rostro.

La página apócrifa que vislumbra James Fenton, el inventario de derribos, «espacios entre casas y calles que ya no existen», es un mural de sombras y ecos, un collage de referencias sumergidas, la fosa donde hibernan mohosos corazones, envueltos en un sueño opaco, sólo manchados por el horror que infunde la desolada perfección de lo repetido.