2019 se acaba y, con él finiquitado, le damos un nuevo mordisco al siglo XXI, ése que siempre se dijo (el tiempo lo está corroborando) que sería el del relevo del testigo en la hegemonía mundial. El siglo de China. Lo será, y eso no debe preocuparnos especialmente; los imperios caen irremisiblemente, y a este respecto no puedo dejar de recomendar el clásico estudio publicado por Paul Kennedy en 1989.

Lo que sí debe preocuparnos es qué tipo de imperio decidirá, o ha decidido, ser China. Gustavo Bueno, el más brillante filósofo dado por nuestro país, distinguió en su obra España frente a Europa dos tipos de imperios, entendiendo por imperio a un Estado con la capacidad de intervenir operatoriamente en otros: los imperios generadores y los depredadores. Los generadores se caracterizan esencialmente, desde el punto de vista biológico, por el mestizaje con las poblaciones intervenidas. Desde el punto de vista cultural y científico, por compartir sus saberes y tecnologías con los invadidos. Y desde el punto de vista social y económico, por la fundación de ciudades.

Por oposición, los imperios depredadores proscriben cualquier mezcla de sangres, hacen valer su superioridad cultural y científica únicamente para someter a los invadidos, y nunca crean ciudades, sino factorías desde las que saquear el territorio intervenido. El Imperio Español es un ejemplo de libro del tipo generador: la diversidad racial de Hispanoamérica, el inmediato arraigo del idioma español y el Cristianismo en aquellas tierras, las fastuosas capitales virreinales allí fundadas o las veintiocho universidades y dieciocho colegios mayores existentes en la América hispana en 1810 son prueba de ello. También lo fueron el Imperio Macedonio de Alejandro Magno, el Imperio Romano, el Carolingio o la Unión Soviética. Imperios depredadores fueron, por ejemplo, el Persa (una burocracia etnocéntrica), el Imperio Británico (una talasocracia consagrada a la esquilmación de los cinco continentes) o el Tercer Reich (que unió el entusiasmo por el saqueo a la prohibición legal a mezclar la sangre alemana con la ajena).

Existen también términos medios. Así, el Imperio Napoleónico implantaba con una mano el Código Civil en los países cuyos reyes absolutistas destronaba, mientras que con la otra expoliaba sin pudor su patrimonio artístico. El actual imperio en decadencia, el estadounidense, ha tenido fases generadoras y fases depredadoras en su siglo largo de existencia. ¿Cómo se comportará China cuando ejerza con plenitud su hegemonía? No parece que la primera característica que comentamos, la mezcla biológica con las poblaciones intervenidas, vaya a cumplirse: el hermetismo, la tendencia al aislamiento y la endogamia que caracterizan a las comunidades chinas dispersas por todo el mundo así lo auguran.

Respecto al criterio cultural y científico, los chinos parecen disociar muy bien un aspecto del otro, y como es muy probable que se muestren reacios a un intercambio cultural que vaya más allá de lo puramente técnico, los más precavidos llevan años anticipándose y aprendiendo mandarín, previendo que será el próximo idioma del poder. Y en cuanto al tercer rasgo, está por ver si las empresas chinas están expandiendo sus tentáculos con un afán largoplacista de permanencia y con perspectivas de arraigo, o si simplemente actualizan el viejo concepto colonial de la factoría costera que sirve como muelle de carga de las riquezas locales explotadas. Ignoro qué nos deparará el futuro inminente, pero deseo que China tenga más aprecio por nuestra cultura que el que nosotros mismos tenemos.

Porque el colapso de Occidente y el fin del Imperio Estadounidense no tienen otra causa que una decadencia cultural y de valores de la cual todos somos simultáneamente víctimas y responsables.