H ay un término que resulta incómodo para aquellas personas partidarias de la pervivencia de la institución de la prostitución: la palabra 'trata'. Decir 'trata' es decir esclavitud sexual de forma elegante, pero aún así, su contenido semántico se ha ido llenando de dolor y ahora 'trata' es una palabra incómoda, una palabra que quema, una realidad que los regulacionistas quieren apartar de su argumentario feliz de putas empoderadas. Según estas personas, el mundo está lleno de mujeres que están deseando prostituirse y a quienes las abolicionistas, por pura maldad, negamos el derecho a hacerlo.

Dices 'trata' y niegan con la cabeza, arrugan la nariz, minimizan su incidencia rebajando los porcentajes a niveles ridículos. En un debate sobre el tema, alguien del público planteó la situación, conocida por ella, de mujeres subsaharianas obligadas a prostituirse merced a una deuda impagable que va aumentando cada vez y que no llega a satisfacerse jamás, porque así está constituido el sistema. Le respondieron que esas mujeres no son víctimas de trata, que lo que tienen es una 'deuda de viaje'. Es fascinante el modo como se retuerce el lenguaje para que termine ocultando la realidad porque, en resumen, lo que el regulacionismo quiere decir con esto es que esas mujeres, obligadas a pagar una simple 'deuda de viaje' deben salir de la estadística de la trata. Alguien del público murmuró: «Yo también tengo una deuda con el banco, pero nadie me obliga a prostituirme para poder pagarla».

Se retuercen las palabras para que ya no signifiquen nada. Cuando afirman que la prostitución es un trabajo como otro cualquiera están equiparando prostitución y trabajo. Decir «me prostituyo trabajando de cajera» es lo mismo que decir que todo trabajo es prostitución. Si todo es prostitución nada es prostitución y con eso se da el debate por terminado. Circulen, aquí no hay nada que discutir: el problema se ha resuelto para siempre gracias a la magia de la dialéctica y en virtud del sencillo método de sustituir una palabra por otra.

Nos llaman puritanas a las abolicionistas, afirmando que estamos en contra del sexo. Puede que incluso se lo crean, aunque me cuesta trabajo convencerme de que alguien pueda estar persuadido de semejante estupidez. Del mismo modo, llegan a decir que estamos en contra de las prostitutas, recurriendo de nuevo a otra falacia semántica. Estar en contra de la prostitución no es estar en contra de las prostitutas como estar en contra de la pobreza no es estar en contra de los pobres. Pero así se hace este debate, amontonando argumentos de Perogrullo que no resisten una revisión seria.

Para abundar en la confusión, desde el enfoque regulacionista se utiliza un lenguaje neutro, mostrando una enorme falta de sensibilidad de género. A pesar de que en un abrumador porcentaje quienes se prostituyen son mujeres (y quienes compran sexo son hombres), desde el regulacionismo se habla de los trabajadores y las trabajadoras sexuales, negando de este modo el marcado sesgo femenino que tiene la prostitución, ignorando los efectos de las desigualdades en la sociedad, omitiendo así tanto las desventajas económicas como la discriminación en el mercado del trabajo.

Nos presentan a nosotras, las abolicionistas, como unas severas gobernantas que niegan el derecho a prostituirse de todas aquellas mujeres deseosas de ganarse la vida exponiendo su cuerpo a diario a violencias de todo tipo. Ello, evidentemente pasa por negar o minimizar esa violencia. Que alguien explique de qué modo, mujeres traficadas pueden empoderarse en algo que los defensores de la prostitución llaman 'un trabajo como otro cualquiera'.

Cómo pueden empoderarse siendo como son puro material para la industria del sexo. Dónde está ese empoderamiento cuando ellas son a un tiempo el bien de consumo, la fuerza de trabajo y la vendedora, lejos de su patria, apartadas de sus medio social, trasladadas cada 21 días, aprovechando la regla, a un prostíbulo distinto para evitar que establezcan relaciones duraderas con otras prostitutas o con los propios clientes. Aisladas para ser entregadas como entretenimiento a los puteros. Porque el aislamiento y el control mediante la violencia son las claves del sistema prostitucional, en el que las mujeres son objetos y no sujetos.

El enfoque regulacionista se basa en el mutuo consentimiento de dos adultos para decidir libremente tener sexo. Pero olvidan u ocultan que sólo puede haber libertad donde hay igualdad, de lo contrario sólo podrá ejercer la libertad aquel que tenga más poder. De este modo, el regulacionismo lo que pide en realidad es la libertad de puteros y proxenetas de acceder sin trabas de ningún tipo al cuerpo de las mujeres, de ese grupo de mujeres que la institución de la prostitución tiene reservadas para ellos. Porque, como dice Amelia Valcárcel, «allí donde no hay igualdad, la libertad es uno de los nombres del abuso».