A los muertos se les honra en vida, suelen decir los vivos. Al menos, algunos nos esforzamos en leerlos, aunque sea una vez muertos. Hay escritores cuya cronología exige leerlos solamente tras la muerte. Circunstancias del tiempo. Caprichos de nacer cuando ya se ha escrito hasta el testamento. Un autor que todo el mundo debe leer antes de escribir el suyo (su testamento, digo) es Victor Hugo. El escritor francés es en sí una literatura. La francesa, claro. El hombre que abarcó un siglo. Uno camina por París y es todo Hugo: las cafeterías, las plazas, las calles, las paradas de metro... hasta la maltrecha Notre Dame es Victor Hugo. Tanto, que se restauró en el siglo XIX porque este había escrito una novela denunciando su estado. A la catedral parisina le añadió Viollet-le-Duc las gárgola que nunca tuvo y que solamente aparecían en la novela. Pura magia literaria.

Otro autor que nadie se puede perder es Dumas. Más el padre que el hijo. Solo este hombre llenó la historia de Francia de claros, ocultando muy bien los oscuros. Desde los mosqueteros hasta Edmond Dantés, en El conde de Montecristo, su obra traspasa cualquier frontera. Se han hecho películas, series, cuadros y otros libros que lo suceden como parásitos. Hasta se reconstruyeron los pueblos de Normandía y Bretaña tras la II Guerra Mundial según sus novelas. Lo mismo pasa con Flaubert. Y con dos rusos, Dostoievski y Tolstoi. Y con Manzoni, sirviendo también este como argamasa para el nuevo Estado Italiano. Todos magníficos y conocidos. Estudiados y leídos. Honorados y llorados. En sus países y en todo el mundo. Pero... ¿Quién lee a Galdós?

Benito Pérez Galdós será siempre el nombre de esa calle estrecha (pocas grandes avenidas y casi ninguna plaza). El de un bar de aire castizo, con suerte. El de muy pocos institutos. El de alguna película de Garci. Es el nombre de aquellos libros que todo abuelo tuvo alguna vez en su biblioteca y que, ya viejos y amarillos, pasan de generación en generación hasta parar en las librerías de segunda mano. ¿Cuántos libros habrá en estas librerías de viejo que lleven su nombre? La mayoría se pueden comprar por menos de tres euros. ¿Pero alguien los compra?

Sin embargo, pocos autores españoles alcanzan la calidad literaria del escritor canario. No hablamos solamente del máximo exponente del realismo en España. Nos referimos a un hombre que con su literatura devolvió la dignidad a unas letras que desde la muerte de Calderón en el siglo XVII no habían encontrado ni un ápice de fuerza y autoestima literaria. Porque Galdós es una vuelta a Cervantes. Es escribir con gusto y placer. Agarrar la pluma y devorar las líneas. Meterse de lleno en la psicología de los personajes y desarrollarla hasta que se sienten a tu lado y te hablen al oído. Galdós es Madrid también. Son sus barrios. Sus gentes. Las de siempre. Son las tertulias de bar. Las discusiones políticas entre liberales y conservadores.

Nadie ha contado la historia de España como lo hizo él. Sus Episodios nacionales son el agua del siglo XIX español. Claros y transparentes. Se inician con una desastrosa derrota, Trafalgar, y finalizan con otra, Cánovas, que acabará asesinado por un anarquista italiano. 46 novelas cortas donde habla el pueblo, la intrahistoria de Unamuno que Galdós ya practicó antes de que la pensase el rector de Salamanca.

Pero no podemos exigir que Galdós se lea en Francia, o en Italia o en Rusia, cuando en España un alumno de bachillerato confundiría Fortunata y Jacinta o Marianela con concursantes del último show televisivo. Si preguntase con un megáfono en las facultades de letras de este país por los lectores galdosianos las asambleas guardarían un silencio incómodo. Que ese hombre se quede en la biblioteca. Galdós y el del megáfono, claro.

Solía decirnos don Miguel d'Ors en sus clases de literatura en Granada que si Galdós hubiese sido francés habrían tenido que inventar un nuevo premio para él, porque el Nobel se le hubiese quedado pequeño. En efecto, Galdós no se llevó el Nobel cuando estuvo nominado, ni en 1912 ni en 1913. Después llegó la Primera Guerra Mundial y tras ella su muerte. No es que el premio me merezca ningún respeto. Al menos este año ha recaído en un escritor y eso no siempre ocurre. Pero el motivo de no darle el premio a Galdós nació de una fuerte campaña en contra por sus ideas liberales y anticlericales. Y partió de la propia España. Al tejado de nuestra patria ya no le caben más piedras.

¿Recuerdan al bueno de Victor Hugo? Tras su muerte, en 1885, fue enterrado directamente en el Panteón, siendo el único francés en ostentar ese privilegio. El cadáver fue velado bajo el Arco del Triunfo y la marcha fúnebre contó con dos millones de personas. Pocos saben que Galdós está enterrado en el cementerio de la Almudena, en una lápida sin alardes. Somos menos escandalosos, tal vez. Los periódicos de la época cifraron en 20.000 los asistentes a su entierro.

Estos días se puede ver en la Biblioteca Nacional una exposición que pretende homenajear al escritor. Tal vez merezca Galdós una gloria mayor que la expuesta en esas salas. No sé si, de nuevo, estaremos a la altura, políticos y lectores, de las celebraciones que deberán venir. Mal hemos empezado. Por si acaso, yo ya me he puesto a exhumar los libros de mi abuelo, en la esperanza de encontrar algún Galdós.