La poesía no es una forma de terapia, aunque sí tiene algo de examinarse a uno mismo desde la voz que suena como de otro. Igual que si fuese una linterna en nuestra propia mano que desciende al fondo de nosotros e ilumina las sombras que agolpamos como escombros, lo mismo que fantasmas de los que conocemos todas las expresiones del silencio y de los miedos. La poesía no es el diván de una página o los versos sobre los que tumbarnos con la conciencia bocarriba y explorar a través de las preguntas las angustias, las heridas, las noches, las provincias que se nos atragantan entre las palabras y el llanto que no sucede. No lo es o sí, porque conozco y he leído poetas que mediante la escritura de sus poemas han podido ir viviendo al borde de los mismos sin caer en su fondo abisal. Ignoro si han hecho las paces con las convicciones de sus espejos en negro, de su dolor sin cerradura, de las existencias en las que intentan ser personas que a diario cocinan sus rutinas, sobreviven a los insomnios de sus madrugadas, al abrazo que más les importa y siempre se queda de perfil y a medias.

Uno de los que más me ha emocionado por la honestidad de sus versos con la figura y la atmósfera de un cuento triste, se llama José Daniel Espejo. Lo leí tres veces en una misma semana, seguido, a saltos, escuchando despacio lo que me contaba acerca de un padre huérfano de esposa, huérfano de manual con un hijo autista y otro al que dedicarle el mismo corazón hacia delante.

No tuve duda al terminar las tres formas diferentes de lectura: con el conocimiento, con el corazón y con la distancia de quien evalúa tono, timbre, ecos, estilo, la voz en todas sus perspectivas, de que Los lagos de Norteamérica era el libro al que yo quería homenajearle un premio. El Juan Tejano Internacional de Puente Genil.

José Daniel Espejo. Su nombre en una columna de periódico, su referencia de librero y de tipo comprometido con la política que exige otra manera de hacerla, era todo lo que conocía. Ni rastro de su sendero en el universo de los poetas que proliferan, que se mantienen en una resistencia outsider, emergen como youtubers o andan ascendidos en los cielos donde su obra y su calidad se han ganado una isla con vistas.

Era sólo su voz poderosa, descarnada, comprometida, vivida, igual que esas casas en las que ha crecido una familia que ha sabido ir remendando pequeñas tragedias y alegrías con olor a pan recién hecho.

Su libro huele a lo doméstico, a heridas que se sobrellevan con la dignidad y el coraje de quien se sabe solo y a la vez con todo el amor del mundo al que ha de ir entendiendo, reconstruyendo, cuidando entre expedientes médicos, aprendizajes de destrezas, fragilidades a punto de romperse en mitad del arrebato de cualquier instante. De noche, de día, al otro lado de un sexo necesario al que no cerrarle la puerta. Su libro es un canto de amor a Miguel a un extremo de la familia y a Martín al lado tan lejos de la mano y del abrazo dichoso de contemplar la ciudad desde la Línea Circular, como si ese mundo repetido en su fugacidad y rutina fuese la Vía Láctea de la felicidad entre un padre y un hijo.

Los lagos de Norteamérica está lleno de pausas profundas entre la lectura de un poema y de otro. Son como las aguas serenas, de color ensimismado y con orillas agrestes en las que se intuyen a la vez la belleza y el misterio. Nos cuenta José Daniel Espejo de cómo las palabas pierden en su eco su música, su sentido, y sin embargo adquieren más peso, esa forma de llorar sin hacer ruido y también de luchar por vencerle a los obstáculos lo difícil y bello de las pequeñas dichas.

Pocas veces un libro de poemas te sacude, te ilumina, te enseña que no es la épica de otros la que se canta si no que es la nuestra la que nos convierte íntimamente en grandes. Que Martín también se llama la vida.