No todo el mundo puede recordar el momento exacto en el que empezó todo. Me refiero a esto de los libros. A leer y leer uno tras otro, en el autobús de camino al trabajo y en la sala de espera del dentista. A pasarse las noche de claro en claro, como don Quijote, o mojar las páginas porque hasta uno debe leer en la ducha, como aquel estrafalario Ulises Lima, en Los detectives salvajes de Bolaño. La lectura es un hecho demasiado importante en la vida para dejarlo pasar. Como para no prestar atención al momento en el que te la cruzas, como quien encuentra al amor de su vida en un paso de cebra. No es un amor de verano, que conste. No viene y va. Permanece. Son todo celos y remordimientos también. Cuando transcurren semanas sin abrir un libro, ahí están los ojos acusadores de las estanterías. Libros y libros ordenados que te observan con remordimientos. Aquel ejemplar olvidado en la mesilla de noche y que ya adquiere el polvo de los días. Los libros son exigentes. Por cada uno leído hay tres que nunca podremos leer.

Yo, sin embargo, podría describir el preciso instante en el que me topé por primera vez con la literatura. Porque leer, todos leemos. Por obligación, las cartas del banco o el Marca, o por el placer de dejarse llevar por el insomnio de las letras. Pero me refiero a leer de verdad. Y aquello sucedió en el departamento de Literatura del Instituto Ibáñez Martín, dejando atrás la cantina y los servicios de las chicas, en la última parada de un edificio que nació viejo, tras una puerta medio atrancada. Como en las mejores películas, los libros se encontraban bajo llave, y había que vencer la rigidez del profesor, las burlas de los compañeros y sacrificar las horas de patio. El dragón y la princesa. Y allí estaba la literatura.

Miguel d'Ors la encontró en Barcelona, en la calle Petritxol, en la librería Quera. Bécquer, más intenso, tras una pupila azul. Homero en el enfado monumental de Aquiles. Sherezade en el miedo a la espada del sultán. Celaya en el futuro y Paz en una pirámide azteca, mientras fumaba marihuana con sus amigos.

La literatura ha adquirido formas diversas, pero siempre ha estado acechando al lector. Los días después de conocerla, llevé a mi casa algunos libros prestados. Confesiones de un pequeño filósofo, de Azorín, fue el primero. En las páginas iniciales, un hombre se disponía a hablarme de su vida. Y los recuerdos que aparecían en sus manos eran escritores: Cervantes, Garcilaso, Gracián, Montaigne, Leopardi... nombres que lo observaban desde la memoria. Hombres que había conocido tiempo atrás, y que ahora lo espiaban en su escritorio, colocados en desorden en una estantería. La vida de un hombre empieza por sus lecturas. Se puede saber quién ha sido un hombre por los libros que ha leído. Y por los que ha dejado de leer

Uno encuentra en los libros amigos compartidos. Gente a la que se conoce en apenas unas páginas. Me identifico mucho con una fotografía de Borges en donde ya casi ciego, se afana en leer unas líneas más con una lupa. Cada vez que la contemplo me veo a mí mismo en mi cama. Me gustaba creer que la luz de mi cuarto era la única encendida de la ciudad. Lorca ya era, a esas alturas, Macondo. Me quedaba hasta tarde, con un libro regalado por mi hermano, que al irse a Granada me había dejado explorar su pequeña biblioteca. Cuentos fantásticos de Rubén Darío. Lo leí con auténtico pavor. El resultado fue doble: aumenté dos grados mi miopía. Me pusieron gafas. Pero también quedé hipnotizado por el misterio. Hay lecturas que están reservadas para la noche.

Vi por primera vez la literatura ese año, como les decía. Y fue un torrente que inundó mis cuadernos y mis horas sin previo aviso. Llegaron esos meses de otoño El camino, de Miguel Delibes, en una vieja edición de mi abuelo. Cuánto le debo yo a El Mochuelo y a su miedo a mirar las estrellas. Y a Andrés Hurtado, hablando de la vida como quien camina por una calle de Madrid. Y los viajes en tren de Machado, la fuente clara y el limonero, y esa niña, Leonor, que yo intuía en los poemas como una compañera de clase más, hasta que descubrí que El Espino era un cementerio de Soria. Y los insomnios de Neruda, donde apenas cabía el amor pero sí el olvido, con quien me sentía identificado a pesar de que yo no estaba enamorado de nadie. Fue ese año enamorarse un ejercicio de estilo. Practicar una metáfora. Ensayar un género literario. Lo descubrí como quien abre un libro.

Todo aquello sucedió con trece años, en el departamento de Lengua y Literatura del Instituto Ibáñez Martín de Lorca. Aún hoy, cuando miro el escaparate de una librería, dejándome querer por un nuevo título, descubro una sombra que me atraviesa. Y soy yo mismo, con esos trece años, entrando en ese departamento, llamado María Agustina. Con las manos en los bolsillos y rodeado de libros y miedo. Y soy yo conversando con tantos y tantos personajes que nacieron de aquellos días de instituto, a la sombra de títulos que hoy echo de menos, porque a los libros también se les siente lejos y se les extraña, como a un amigo lejano. Y soy yo, a través del escaparate, el que entra hacia ese departamento y da las gracias a ese profesor por haberle inculcado esta forma de leer el mundo que ya nunca se olvida.

Un instituto que hoy cumple 75 años y que ha enseñado a pensar y ser personas a muchas generaciones. El aleph al que uno vuelve cuando tiene miedo. Una república en armas contra la soledad, que diría Javier Egea. El lugar donde nacen todas las literaturas.