La política española está en ese tenso y emocionante momento que solo describe bien la megafonía de un circo ante las pruebas de alto riesgo: «¡Más difícil todavía!». Si no era fácil el salto mortal tras las elecciones de abril, habida cuenta de que Ciudadanos quitó la red para ver si Sánchez se estrellaba contra la pista, el propio líder socialista optó, visto lo visto, por arriesgar más: intentar lo mismo, pero con menos diputados suyos, con una izquierda más débil y con el independentismo incendiado por la sentencia; incendiado hasta el punto de que el profesor Antón Costas lo ha descrito así en un artículo memorable en El Periódico: «Independencia o barbarie, valga la redundancia».

En estas condiciones críticas, ni siquiera Ciudadanos podría poner la red, aunque lo deseara Inés Arrimadas, la esperanza blanca, porque la red la quemó casi toda Rivera antes de irse. Haría falta que la desplegara el Partido Popular, pero con un Vox fortalecido y amenazante, muy difícil será que Pablo Casado ofrezca destellos de «hombre de estado», como se le podría pedir en un país con menos espectáculo político cainita. En definitiva, es el miedo el que domina la escena: el PP sufre a Vox hasta la parálisis; y Esquerra Republicana teme que, si se abstiene por un precio razonable, se le echarán encima los radicales de Puigdemont-Torra y los de la CUP que, con los vándalos de los CDR, conforman la desafinada orquesta que sojuzga Cataluña. Ni el presidente de SEAT los calma advirtiendo que la empresa tiene otras fábricas en Europa a las que desviar la producción. Cuidado con las bromas pesadas porque esto se va acabando y no valdrán lamentaciones.

La sensación es que ha empezado a jugarse una partida final para muchos. Ya cayeron Rivera y sus más directos colaboradores. En Podemos hay más aspirantes que ministerios disponibles. Ada Colau exige un ministro suyo. Izquierda Unida quiere sentar a Alberto Garzón en el Consejo. El único que tiene una vicepresidencia asegurada, la tercera, es Pablo Iglesias. Asegurada, claro, si hay gobierno y solo lo habrá si la suma da. Pero de momento no salen las cuentas. En el mundo independentista hay sensación de «ahora, o vaya usted a saber cuándo». Los exconvergentes quieren a Puigdemont en la mesa de diálogo que reproduzca la fallida conversación de Pedralbes. Con esas exigencias, el fantasma de las quintas elecciones planea sobre el público del circo que todavía no se ha marchado del recinto, camino de la abstención o de la radicalización. Ya basta.

Viajar estos días por América exige resignarse a que en cualquier reunión se dediquen al menos quince minutos al interrogatorio sobre la España que no logra formar gobierno. («Hay que ver cómo se tratan de mal ustedes mismos» , o «quién iba a decir que en la Barcelona de los Juegos Olímpicos hubiera gente dispuesta a quemarlo todo»). Y a continuación, lamento por Chile, que era la Suiza de América Latina; rechazo a lo que ha pasado en Bolivia, o lo que pasó en Ecuador, con el gobierno refugiado en Guayaquil; temor por lo que parece venir en Colombia... Y lo que vendrá.

En una conferencia en el centro empresarial de Santiago, el profesor Manuel Castells habló en fechas recientes con rotundidad: «Lo que estamos viendo son explosiones sociales de hartazgo (...). Claro que hay infiltrados y vándalos en esos movimientos, pero la gente normal es la que clama que Chile despertó». ¿Alguien cree que España va a seguir dormida eternamente mientras los del circo político ensayan acrobacias?