La única esperanza que nos mantiene vivos es saber que la Ciencia se abre camino a pasos agigantados. Estamos tratando de llegar a la conclusión con ratones de por qué algunas personas pueden beber simplemente una copa y, sin embargo, otras sienten el impulso de seguir con la segunda, la tercera, etcétera. El poeta galés Dylan Thomas, que murió de una borrachera imperial, decía que cuando bebía una copa se convertía en otra persona, y esa otra persona necesitaba una nueva copa.

El consumo compulsivo de alcohol no afecta al parecer y por suerte a todo el mundo. La clave se encuentra, según las últimas investigaciones, en un circuito neuronal: dar con ella puede servir para tratar con mayor éxito las adicciones.

Está pendiente que del hallazgo con los ratones pueda obtenerse la réplica homologable cuando se experimente con seres humanos. No crean de todas formas que beber más significa peor, como dijo el novelista Kingsley Amis, un beodo lo suficiente lúcido para escribir en Sobrebeber el tratado más singular que se ha publicado sobre el alcohol. Lo que no hay que hacer de ningún modo es beber más de la cuenta y en caso contrario saber actuar. Amis el Viejo, a falta de un método científico, se ocupó de nuestras resacas. Las suyas las combatía con toda la munición al alcance, empezando por el principio homeopático de que lo parecido cura lo semejante. O sea, un brandy a palo seco por las mañanas o un Bloody Mary para ahuyentar al diablo.

Más de un autor arrojó luz sobre la resaca metafísica mientras se dedicaba a escribir de otras cosas: en Dostoievski y Poe se intuye, aunque el mayor intento de capturar la experiencia pertenece a Kafka en La metamorfosis. Recuerden cómo Gregorio Samsa se despierta para descubrir que se ha convertido en una cucaracha de tamaño humano. Igual es mejor pensar en ello y no en clonarse como DylanThomas.