16 DE OCTUBRE

Mercado. Entre el río Chao Phraya y los canales (o klongs) de Atsadang y Ong Ang se extiende un mercado vastísimo que, como en los burgos medievales europeos, está estrictamente dividido por gremios. Cerca del río se halla el mercado de alimentación: oscuro, mugriento y abigarrado, desprende todo el hechizo del Lejano Oriente. Mujeres sentadas en el suelo pelan coles, ñame, lechugas. Cestas trenzadas con hoja de palma, cajas de plástico o sacos de tubérculos sirven de barrera entre un puesto y otro, y las carretillas y motocicletas recorren sin cesar los estrechos pasillos (en algún momento temo ser atropellado por una de ellas, como le ocurrió a Agustín Fernández Mallo).

Grandes ventiladores giran en el techo mientras perros y gatos reposan tranquilamente en los mismos estantes donde se exponen frutos de apariencia alienígena: rambután, tamarindo, papayas, pomelos como balones de fútbol, frutas de dragón, chirimoyas, durangos (estos últimos proscritos en hoteles, aeropuertos y ascensores a causa de su mal olor). En medio del aparente caos constituyen una especie de remanso los sanphraphum, pequeños altares que provienen de un culto animista superpuesto al budismo. No hay vivienda o negocio en Tailandia que no exhiba su sanphraphum. Contienen una diminuta casa donde encuentran cobijo los espíritus del lugar, a quienes se mantiene contentos mediante pequeñas ofrendas.

Los mercaderes parecen conformarse con lo mínimo para sobrevivir. A diferencia de lo que ocurre en los bazares marroquíes, no insisten demasiado en colocarte su mercancía, se cansan pronto de regatear y les trae al fresco ser fotografiados. Se diría que la doblez o la codicia son raras entre los tailandeses, conocidos en el Sudeste asiático por su buen humor. «País de las sonrisas» es el eslogan que se ha popularizado para referirse a Tailandia, y quizá esa felicidad tenga que ver con que, en los dos últimos siglos, el país haya logrado sustraerse tanto al colonialismo como al comunismo. Tras la Segunda Guerra Mundial, también supo mantener buenas relaciones con japoneses y norteamericanos.

Más al norte se halla el gremio de los mecánicos, que en sus puestos callejeros reparan microondas o transistores a la vista de todo el mundo. De ahí no tarda en alcanzarse el gremio de artículos religiosos, donde pueden adquirirse campanas votivas, guirnaldas de flores, esculturas del Buda en todos los tamaños imaginables y ofrendas para los monjes; éstas contienen objetos prácticos (dentífrico, leche, zumo, papel higiénico, túnicas) y por donarlas se obtiene a cambio la oportuna bendición.

Todas las calles acumulan monstruosas marañas de cables; según Lawrence Osborne, la municipalidad añade nuevos sin haber retirado los ya inservibles, con lo que el tendido eléctrico crece como una criatura invasora que algún día acabará apoderándose de Bangkok.

Por encima de la populosa ciudad emerge la Montaña de Oro, sobre la que brilla la pagoda de Saket. Esta mañana hemos visitado los templos del Buda Reclinado y del Buda de Oro, pero pululaban por ellos demasiados turistas para sentir su espiritualidad. Saket es distinto. Aquí arriba, el viento agita sin cesar las campanillas que cuelgan por todas partes y crean un ambiente místico. Los monótonos rezos de un monje invisible se difunden por megafonía en el aire. El único inconveniente es el sol. El sol de octubre es un azote en los trópicos. Se parece a una hoguera o a una estufa a la que uno se hubiese acercado más de la cuenta. Te pasas todo el tiempo huyendo de él.

Los taxis son baratos en Bangkok. Uno nos lleva a la calle Silom, donde se halla nuestro hotel. Cenamos (son las seis de la tarde) en un local cuyos camareros aprovechan cualquier descanso para seguir la telenovela vespertina. De la pared cuelga un cuadro donde se ve al rey de Tailandia junto a varios miembros de la nobleza mundial, incluida Sofía de Grecia. En la mesa contigua, un occidental panzón y poco agraciado comparte mesa con una tailandesa bastante más joven; es uno de esos autoexiliados que retrata bien Lawrence Osborne y que han venido a Bangkok (o a la no lejana Pattaya) buscando sexo, amor o ambas cosas a la vez.

Por algunas de las callejuelas de Patphong, un mercado nocturno, se esparce el gremio de la carne. Sus locales tienen las puertas abiertas, lo que permite ver a decenas de chicas vestidas en bragas y sujetador que bailan sobre el escenario sin excesiva convicción y sonríen tímidamente. Su juventud resulta inquietante. A las puertas de otros locales se agolpan también chavales en calzoncillos. Nos cruzamos con algunos transexuales (o ladyboys). Por todas partes se ofrecen 'ping pong shows', demandados especialmente por chinos, rusos e indios. El ambiente (lóbrego y luminoso al mismo tiempo) recuerda inevitablemente el futuro dibujado en Blade runner.

17 DE OCTUBRE

Hotel y parque. El Oriental fue el primer hotel levantado en Bangkok. Posee embarcadero propio y su aura legendaria ha propiciado que alcance precios inalcanzables para los simples mortales. No obstante, es posible pasear libremente por sus lujosos salones, en los que resulta fácil encontrarse con altos ejecutivos de rasgos asiáticos. Uno se siente como un pobretón mientras husmea el llamado Author's Lounge, con sillones aterciopelados y fotografías de célebres literatos que pasaron por aquí cuando estaban ya consagrados, como John Steinbeck, Tennessee Williams, Norman Mailer, John Le Carré o Mario Llosa (así escrito). Pero, si uno supo retratar este ambiente en sus humildes orígenes, fue Somerset Maugham en El caballero del salón.

A media tarde paseamos por Lumpini Park, cuyo nombre alude al lugar de Nepal donde nació Siddhartha Gautama. Hay un gimnasio al aire libre y gente practicando jogging. Sobre las aguas de sus estanques flotan barcas con forma de cisne; en una de ellas, un farang lee un libro dejándose mecer por la corriente. Junto a la orilla, una chica ensaya al violín. Es un buen lugar para descansar de tanta caminata. También, para observar la fauna. A las palomas y gorriones habituales se suman los minás, pajarracos de pico amarillo que emiten un peculiar graznido.

Más sorprendente resulta ver grandes varanos paseando alegremente por el césped; observo cómo uno de estos reptiles disputa una carroña de pez a media docena de cuervos, hasta que termina imponiéndose.