Hace tiempo que se sentía en las antípodas. Amaba hundirse bien, tarareando la póstuma obra de la orquesta del Titanic. Caminar por el fondo sin sentir las secuelas del desahucio, el hambre o el trabajo en precario. De hecho, su éxito radicaba en sumergirse magistralmente hasta las aguas abisales y luego, por supuesto, salir a flote€como si fuese mismamente España hoy.

De cualquier forma, le interesaba más el resultado de la botaciones que el de las elecciones. Le iba la supervivencia, su rancho diario cuando no su respiración.

Como responsable del astillero de Cartagena tenía la obligación de embarcarse en la primera expedición de cada uno de los submarinos que, si los presupuestos lo permitían, formaban flota.

Por contrato y como acto de fe, asimismo, debía botar junto al resto de la tripulación con la esperanza de tener más éxito en la prueba que el propio Isaac Peral, tan criticado en su estreno que se marchó hundido a su casa hasta abandonar la Marina.

El trato dispensado a nuestro paisano ilustre fue la prueba evidente de lo que Unamuno diría tan sólo cinco años después: «Qué inventen ellos». El dubitativo literato despreciaba el espíritu científico que, a la fuerza, debería poseer España. No lo compartía. De aquellos barros unos lodos que aún perviven, concluyó, manteniendo a los investigadores y científicos con el agua al cuello.

Él también se consideraba ahora casi como un héroe. No era el capitán Ahab ni Nemo, pero era muy consciente de que los torpedos contra las empresas públicas eran cada vez más difíciles de burlar. Las proclamas de los agoreros que pretendían sumergir a la naviera en las aguas pantanosas de lo privado eran rápidamente replicadas, por su equipo, con más innovación, tecnología y formación. Una triada invencible, seguro.

Un modelo de empresa para la ciencia, tan íntimamente unida a la industria militar en los países en subdesarrollo, y para los negocios, construido en su carena con el sudor de todos, se regocijó.

Cerrando escotillas€ le faltaba el aire, pero, por dentro, sonreía. Aun debajo del agua, pensó, nadie podrá ahogar ni los avances científicos ni la iniciativa pública ni el ansía de vivir, como mínimo, veinte mil aventuras de viaje submarino.