No me llaman Ismael, y aunque no he pisado nunca las tablas del Pequod he tenido la sensación de llevar años navegando dentro del mismo surcando mares en los que se escondían unos pocos ejemplares de Moby Dick, que un incansable Ahab insistía en cazar valiéndose del instinto de supervivencia de quienes no entienden que su código y formas ya no son normas válidas para los nuevos tiempos, esos de los que formo parte.

A su lado lo aprendí todo de un oficio que tiene la desgraciada dicha de sumar lo mejor y lo peor de cada uno. Bajo la protección de su larga sombra conocí los nuevos artes de esta profesión con el fin de aprender para que él estuviera prevenido y encontrara el hueco por el que escapar. Y aunque me veía más que preparado para estar al frente de su barco, nunca llegué a estar en el timón porque mis aportaciones nunca fueron más allá de meras opiniones dignas de no ser consideradas.

Nunca me importó, él tenía el magisterio de los años y los conocimientos que nobles e insignes capitanes experimentados en el apreciado arte de la estrategia le habían transmitido. Pero cuando hace unos meses mi presencia en el puente de mando fue aumentando, observé cómo mis años de curtida experiencia a su lado hacían aguas.

Sudores y náuseas preludiaban un mareo que sobrevenía tras cada orden impuesta destinada a mantener el navío a toda máquina, pese a que los envites de la mar nos eran contrarios, los adversarios a dejar atrás fuesen compañeros de bandera y las presas a capturar meras criaturas. Las directrices impuestas no importaban. Teníamos nuestras propias reglas y solo ante su relator teníamos que dar cuenta de nuestros actos.

Lo demás era insignificante. Incluso las avenidas de agua que íbamos parcheando para no pararnos en un puerto que diera el alivio de una parada técnica al barco y descanso a una tripulación que, por no tener con que compararse, había admitido sin dudas que sus designios eran los de un capitán que había grabado sobre el palo mayor un verso de Casariego a modo de emblema: «Soy el hombre delgado que no flaqueará jamás».

Por incapaz no alcancé el grado de capitán, algo que no me obsesionaba porque la aspiración nunca ha formado parte de mis cualidades. Con el acero del arpón de su ira en mi costado fui desterrado a la cubierta, donde me esperaba la deshonrosa tarea de su limpieza hasta que mis agallas florecieran y volviera a ganar su confianza. Allí conseguí respirar aire fresco y conocer a un curioso Queequeg, que incomprensiblemente me vio preparado para tomar las riendas de mi vida sin el consentimiento del capitán.

Tardé en asimilarlo, porque la lealtad me hacía ver en mi abandono una traición. Pero cuando hace unos meses avistamos tierra en la que descargar nuestra mercancía y cargar nuestra vacía bodega, me vi escapando antes de soltar amarras aprovechando la oscuridad de la noche. Tras un breve tiempo en tierra con gentes afectadas por la normalidad de la realidad me enrolé en esta aventura marítima que tiene por objetivo proteger a los esquilmados Moby Dick.

Hace un momento he contactado por la radio con el capitán Ahab para indicarle que las aguas en las que navega están protegidas, su respuesta ha sido que estoy perdiendo el tiempo. Lo que no sabe es que a su lado aprendí que el tiempo no siempre se pierde en causas perdidas. Sé que de esta lucha solo quedará uno de los dos y que el triunfador gritará al perdedor el fragmento de un poema que la bravura del mar convertirá en susurro. Espero ser yo, como él espera ser él.