Ahora que un gallo francés, Maurice, acaba de ganar un pleito, al ser acusado por unos vecinos sobrevenidos de nueva cuña, de Olerón, porque los despertaba, me he acordado también del gallo español que un ganadero hizo viral en un vídeo por las redes, porque igual molestaba a los inquilinos de un hotel rural vecino. «Les molesta el despertador natural», decía riéndose el aborigen. La diferencia es que en Francia los tribunales han dado la razón al gallo, en la persona de su propietaria, Corinne Fesseau, y aquí, en España, claro, se falló contra el de la cresta, por carecer su amo de licencia de construcción del gallinero.

Eso habla por sí solo de la distancia de criterios de un país a otro. Del lado de allende los Pirineos aún se defiende el sentido natural de las cosas, por pura lógica y sentido común, y del lado acá de los montes se aprecia más la versión mercantilista y funcionarial de esas mismas cosas. Aquí hemos hecho del turismo rural un tótem, una salida, una movida económica, un quemagasolina y muevechavos de puente y muy señor mío, donde proclamamos como una excusa que necesitamos evadirnos y disfrutar de la naturaleza, y luego nos molestan los ruidos de esa misma naturaleza. Tristemente absurdo.

Pero esta burda y cutre incongruencia, ya digo, no es solo patrimonio de nuestro país. Se da en todos, también en el de los vecinos galos, si bien allí la justicia está orientada hacia lo más normal, no como aquí. Los habitantes de Beausset, un pequeño pueblo de La Provence, denunciaron las quejas de unos turistas que querían que el Ayuntamiento fumigara todos los árboles de la plaza, porque les molestaban las chicharras a la hora de la siesta. Igual se ha dado el caso con los pájaros. La diferencia estriba, ya digo, en que aquí se mira la caja (la hostelera, claro) y allí se despide con cajas destempladas a los tontos. Tanta conciencia hay allí al respecto, que el alcalde de Gajac, al sureste de Burdeos, pidió a la Unesco que declarase Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad el canto del gallo, el mugido de la vaca, el grito de las ocas, el canto de los pájaros o el sonar de las campanas.

Que esa es otra. También a ambos lados de la frontera molesta el tañido de las campanas. Allí, el alcalde de Boudons tuvo que poner en su sitio a los visitantes turísticos porque querían enmudecer las campanas del pueblo. Aquí hemos tenido igual varias localidades cuyos ciertos vecinos han llegado a extremos inconcebibles. Y lo mismo somos capaces de alargar, aburrir y dar mil rodeos para acabar con el espantoso ruido infernal de un botellón, por ejemplo, que mostramos una exquisita comprensión cuando se trata de ir contra una campana en su campanario. Supongo que la diferencia de criterios obedece a la diferencia de según qué intereses.

Como no es comparable el ruido con el sonido (pues no es igual, ni es lo mismo) se está acuñando en las demandas el término (estúpido como él solo) de 'perjuicio sonoro'. Pero resulta muy, muy curioso, el comportamiento de estos urbanitas que soportan el ruido de claxons, velocidad, tubos de escape a todo escape, música, o lo que sea, a todo trapo, en sus fiestas y/o lugares de reunión o diversión, bodas, etc., y de cuanto cualquier ciudad vierte sobre sus maltratadas meninges, y luego, cuando llegan al campo, les molesta el canto de los grillos? o el de un gallo, como es el caso. Resulta difícil catalogar este comportamiento, pero es algo que cada vez se da con mayor frecuencia.

Aquí, aún queda en el terreno de lo pintoresco, pero en nuestro vecino país de los galos este fenómeno se ha convertido en el símbolo del choque entre lo urbano y lo rural. En la batalla entre el pueblo y la ciudad. El gallo Maurice, que en la vista del juicio fue acompañado por su dueña, ha hecho que otros gallos, Jean-René, Casanova, Attila? también acompañados de sus amos, hayan provocado la primera batalla ganada por el mundo rural contra el mundo urbano. De lo natural contra lo artificial. Aldea, 1, Ciudad, O. En la France, naturalment.

Aunque sea discutible la opción personal de la gente en cuanto a que prefieran unos determinados sonidos a otros, aunque éstos sean ruidos, o a otros ruidos, aunque éstos sean sonidos, que sí, que vale, que bueno, que todo quisque (dicen) tiene sus derechos, lo que no es tratable en modo alguno es que nadie pueda imponer sus preferencias allá donde valla, por el supuesto hecho superior de que él va allí a beneficiarlos a ellos. Aparte de una pésima educación, es una falta de respeto y un insulto. Simplemente, si les disgustan los ruidos del campo y la naturaleza, que no vayan al campo ni a la naturaleza, y que se queden en su Piso 14, Planta 9, Puerta B, con ascensor. Nadie los ha invitado a ir donde los gallos cantan cada amanecer. Así de sencillo.

Pero no, hemos dado por supuesto que, porque pagamos, tenemos derecho a todo. Y hemos inventado el turismo de asalto. Un turismo masivo e invasivo, y lesivo, e insostenible a todas luces, donde solo priman nuestros propios selfies, nuestros propios cuerpos-okupas, y nuestros propios ruidos. Donde hacemos prevalecer nuestra música a toda pastilla al croar de las ranas. Ahora toca que el turismo rural allane todo lo rural, anule todo lo bucólico, termine con todo lo natural. Hasta los Gallos de la Madrugada, como aquella obra de Alejandro Casona ¿se acuerdan? que eran otros gallos y otras madrugadas.