Apague usted la luz antes de acceder a la siguiente sala. Imagínese por un momento, ahora que todo ha quedado en silencio y los turistas han desaparecido, que tenemos el museo para nosotros solos. Usted camina en una oscuridad íntima. Los cuadros que va recorriendo lentamente sí están iluminados por la luz de las velas, por el brillo de la noche, que se cuela por los cristales.

Y es entonces cuando usted, lector, comienza a sentir una especie de somnolencia que le hace abrir bien los ojos y a no creer lo que está viendo. Sí, los cuadros se mueven. No los marcos, sino los personajes que pintados se despegan de los lienzos y las maderas. Los colores se precipitan en el espacio. El humo de los candelabros se vuelve realidad. Suenan los metales cuando chocan contra las armaduras. No está usted dentro de los cuadros. Los cuadros están dentro de la realidad. Bienvenido al Museo del Prado.

Que una de las mejores obras sobre el Museo del Prado la haya escrito un autor argentino habla mucho de la universalidad de la cultura hispana, que no entiende de fronteras pero sí de acentos. Manuel Mujica Lainez fue un enamorado del arte y de la literatura. Uno de los pocos autores que logró la fusión de los medios en un solo procedimiento: lo hizo en 1984 con la publicación de Un novelista en el Museo del Prado.

El libro es un homenaje al museo de todos. Pero también una despedida. A las pocas semanas de su publicación, Mujica Lainez morirá, dejando una narrativa tan extensa como original. Dividido en diferentes relatos, el novelista pasa una noche dentro del Prado, comprobando con asombro cómo los personajes pintados en los cuadros van cobrando vida. Cada relato es una historia de la pintura, de la historia de España, una escapada humorística donde reyes y lazarillos hablan con voz propia de tú a tú, ajustando cuentas con los pintores, discutiendo y amando como personas reales. El propio narrador describe así lo que ve: «Descabalga el feroz caballero y cesa la fuga, en los óleos de Sandro Botticelli; suelta Velázquez el pincel, y las Meninas se frotan los brazos entumecidos; aletean los ángeles del Beato, de Van der Weyden, de Memling, de Coreggio, de Tiépolo».

Porque el libro surge de una necesidad especial: como hombre enamorado de la belleza el Museo del Prado es el lugar sobre la tierra donde más se puede amar. La dedicatoria no puede ser más sincera: «Al Museo del Prado, al cual adeudo muchas horas de felicidad». Mujica Lainez, que fue capaz de dar vida a un noble italiano del siglo XVI en Bomarzo, que aprendió el arte de la vida al lado de Cellini, que presenció el traslado del David por las calles de Florencia, que vio a un joven Miguel de Cervantes enfermar de malaria en un navío frente a las costas de Lepanto, se rinde ante un edificio que es un poco de todos, y que todos deberíamos llevar dentro.

El Prado es el lugar donde se encuentra la historia de España. Nadie ha definido la importancia del lugar como nuestro Ramón Gaya, elevando su categoría no a un museo, sino a especie de patria. Y esto no es una exageración. Escribí en Pílades hace unos meses que la diferencia esencial entre el Prado y otros museos como el Louvre o el British radica en que, mientras estos últimos son extraordinarios lugares donde el arte alcanza cuotas difíciles de superar, el Prado también habla de la identidad y construcción de lo que fue y es España y su mundo cultural, con sus derrotas y victorias, con sus luces y sus sombras, desde Mühlberg hasta la tapia donde fusilaron los franceses a aquellos desgraciados pintados por Goya.

El Prado es un poco de nosotros mismos. De nuestras mediocridades como ciudadanos y de nuestras grandezas cotidianas. Porque cada español alguna vez ha estado junto a la infanta Margarita, esperando a que los reyes terminasen de posar, mientras Velázquez limpiaba el pincel más admirado de la historia del arte.

El Prado, es, en definitiva, un diálogo continuo entre artistas, espectadores y lectores. Se puede leer el Prado, de la misma forma que se aprecia la obra de Mujica Lainez como si fuese un cuadro pintado. El escritor argentino, hoy injustamente olvidado, vuelve a mi memoria el día en que nuestro museo cumple su segundo centenario de existencia. Fue su obra la que me hizo apreciar más aún si cabe el color y la luz de Botticelli y de Tiziano, la sobriedad caballeresca de El Greco, la solemnidad de Ribera, la pompa de Rubens, las pesadillas de El Bosco, el azul de Murillo y la oscuridad de Goya.

Cada uno tiene su museo particular. En el mío se juntan las letras con las formas de los óleos. Me gusta releer Un novelista en el Museo del Prado para encontrar ese detalle que se me escapó la última vez que visité el Prado. Los cuadros, como los libros, siempre son distintos cada vez que se observan. Las lecturas se renuevan con el tiempo.

Como la tonalidad de los pinceles. Y aunque se apaguen las luces de las salas, escucharemos el bostezo de una maja, o el relincho de un caballo, harto de posar. Tendremos la certeza de que también, detrás de cada cuadro, Mujica Lainez ha puesto sus manos.