Corría el mes de octubre de 2010 y ya empezaba a hacer frío en París. Esperaba el inicio de las clases en la ENS tomando café en aquel patio central de la escuela que había mandado construir Napoleón doscientos años antes. Todos fumaban a mi alrededor, cuando se acercó una profesora francesa y me preguntó mi procedencia. Hablamos unos minutos hasta que quiso saber quién era el escritor español más importante de los últimos años. Cuando uno vive en el extranjero, se mueve más por lenguas que por patrias. Mi respuesta fue clara: Mario Vargas Llosa. Ella nunca había escuchado su nombre.

Pensé responderle en qué momento se jodió Francia, París y todo su sistema educativo, pero fui comedido y simplemente le recomendé algunas obras, con una sonrisa encantadora. Y no sé si me escuchó la profesora o aquellas historias ambientadas por debajo del ecuador les sonarían demasiado exóticas, pero lo cierto es que uno de los mayores placeres que puede sentir un lector en la actualidad es abrir por primera vez una novela de Vargas Llosa y leerla.

Yo llegué a sus obras gracias a Mercedes Gómez, otra profesora menos erudita que la primera pero más decisiva. Acababa 4ª de la ESO y me dio un paquete de libros de la biblioteca del instituto Ibáñez Martín de Lorca. Entre dos Carpentier y Si te dicen que caí de Marsé, se encontraban La ciudad y los perros y La casa verde. Con esto tienes para el verano, me dijo, y me amenazó con comentarios de texto en septiembre. No sabía que ella se jubilaba esa última semana y que aquel era su último acto como profesora.

Me leí ambos libros en Águilas. Yo imaginaba que en el Perú de sus novelas el calor debía ser intenso, así que me obligaba a leerlos a las cuatro de la tarde en la terraza bajo un toldo. Quise ser Alberto, el poeta, y conocer a Helenita para llevarla a bailar y enamorarla. Bajaba a la playa esperando encontrar a Teresa en bañador. Ansiaba entrar ya en la Universidad, cuyos pasillos imaginaba como el Leoncio Prado. Cerraba los ojos y descubría el sexo y el alcohol en La casa verde, el prostíbulo a las afueras de la ciudad. Aquel verano, en definitiva, se convirtió en un hallazgo trascendental en mi vida: uno de los finales más perturbadores que leí se encierra en la última página de La ciudad y los perros. Acababa agosto y yo no podía pensar en otra cosa que en escribir.

Pero la consagración literaria de Vargas Llosa vino con Conversaciones en la catedral. Este año se ha cumplido el medio siglo de su publicación y todos sus lectores nos seguimos haciendo la misma pregunta cada vez que la realidad nacional se atraviesa en nuestro camino: «¿En qué momento se había jodido el Perú?». Eso mismo se cuestiona una y otra vez Zavala, el protagonista, mientras apura una cerveza tras otra y conversa con el negro Ambrosio.

La novela es un viaje a las raíces del fracaso personal. Una autopsia de la juventud desaprovechada. Zavala, un periodista de sueños rotos y nacido en el seno de la burguesía limeña, abandona sus estudios en Derecho y a su familia por el periodismo. Situada bajo la dictadura de Odría, las pasiones estudiantiles, pegadas a los movimientos de extrema izquierda, entretejen una tela de araña que va a atrapando a todos los personajes en la mediocridad. En la vida cotidiana. En el momento exacto en que sus vidas, como el Perú (y como un escalofrío, también en la vida de los lectores), se ha jodido.

Porque no podemos hablar de la vida cultural hispana y europea de estos últimos cincuenta años sin la figura de Vargas Llosa. Su juicio crítico le hizo rechazar el castrismo tras el caso Padilla (un escritor condenado por homosexual) y alejarse definitivamente del comunismo. Fue París la ciudad que le enseñó a ser escritor, pero en Barcelona publicó sus primeras novelas, cuando en España apenas quedaba palabra que saltase la censura. Pero no la Barcelona de las esteladas, sino aquella que él mismo describió en el discurso del Nobel, la que enseñaba libertad al resto de España.

También fue la voz de la sensatez cuando discursos victimistas y disparatos como los de Galeano hablaban de la conquista de América como un holocausto y no como un proceso histórico inevitable, sin buenos ni malos. El escritor peruano es un 'escribirdor' sublime que no se cansa de publicar ensayos, novelas o artículos. Pero es también un hombre libre que ha de enseñar a nuestro tiempo de ilusiones vanas que el humo de nuestras ideas, cuando llega el viento, desaparece, y no queda más que vacío.

Y es, cómo no, una reliquia literaria. El último escritor del Boom que queda vivo. Sus manos, junto a las de Márquez, Cortázar y Fuentes, han cambiado el panorama literario y abarrotan las bibliotecas de todo el mundo con la lengua española más pura. A pesar de que haya profesoras de literatura francesa que nunca lo conociesen. A pesar de que, al día siguiente de aquel café y aquella conversación, desde Suecia le dieran el premio Nobel. A pesar de que uno siempre ande jodido porque no podrá experimentar de nuevo la primera vez que lee a Vargas Llosa.