Cuanto más pertenece un hombre a la posteridad, es decir, a la humanidad en su conjunto, más desconocido es de sus contemporáneos. La gente reconoce más fácilmente al hombre que sirve a las circunstancias de su breve hora o al humor del instante al que pertenece y en el que vive y muere».

Triste verdad la que revelan estas palabras de Schopenhauer. Pero la tristeza de poco sirve si no fructifica, si artísticamente no prospera.

En una época en que lo urgente no es siempre lo importante, época en que hemos vaciado la sustancia misma de la vida en pos de un falso pero prometedor bienestar, puede que tan solo nos salve volver a ciertas obras de arte erigidas como monumentos del tiempo. Volver, por ejemplo, a quienes construyeron una crucial parcela del pensamiento filosófico y literario de Europa; volver a las conversaciones de Goethe y Eckermann; volver a la obra poética de Luis Cernuda, autores que aunque distantes en el tiempo, no lo están tanto en alma y en espíritu.

En su pensamiento arraiga una misma pregunta: si la figura del artista ha caído en desgracia, si su obra no es valorada y solo espera el olvido, ¿para qué escribir? En esa tensión dialéctica entre el anhelo de escribir y los azares del reconocimiento póstumo, se bifurcan dos senderos de la caracterización del artista, ser individual que, sin embargo, encuentra en su obra inmortal una compensación de su existencia efímera.

En una de las muchas cartas que se cruzaron Johann Peter Eckermann y Johann Wolfgang von Goethe, lo que a la postre derivaría en las famosas Conversaciones con Goethe (1836-1848), Eckermann confesaba a su maestro con fecha del 12 de septiembre de 1830, su voluntad de continuar escribiendo, puesto que la escritura eleva el espíritu y provoca en el ánimo del creador la gratificante sensación de que su trabajo no ha sido en balde. Escribir es, sentencia Eckermann, «llegar a la posteridad alguna cosa buena que preservará por algún tiempo mi nombre en la memoria de las gentes».

Así como en la carta de Eckermann se vislumbra el incesante deseo de adquirir influencia en la literatura, el pensamiento estético de Goethe alberga una lección sobre la intimidad y la vida interior del artista, quien únicamente puede realizarse de manera plena en tanto que se mantiene ajeno a la esfera pública. Así se expresa el autor del Fausto en una carta fechada el 20 de diciembre de 1829: «Déjeme usted en paz con el público. No quiero saber nada de él. Lo principal es que la obra esté escrita, que el mundo se comporte con ella tan bien como pueda y que le aproveche tanto como sea capaz».

No obstante, en otras cartas Goethe expresa un deseo de que su obra trascienda la experiencia individual y el tiempo presente para proyectarse a otro universo de sentido: «Lo que se escriba dediquémoslo a lo lejano, a la posteridad».

Luis Cernuda, quien en Historial de un libro confesó haber leído las conversaciones de Goethe y Eckermann durante su estancia en Glasgow, se hace eco de buena parte del pensamiento estético que se desprende de las distintas epístolas. En El poeta y la bestia el poeta sevillano homenajeó a Goethe estableciendo una contraposición entre el genio creador y la violencia representada por las tropas de Napoleón entrando en la casa del artista, la antítesis entre la sublimación artística y la fuerza bruta, entre poesía y barbarie.

Notables son los homenajes que en su obra poética completa editada en el volumen La realidad y el deseo (1936), Cernuda dedica a distintas personalidades de la cultura: A un poeta muerto (F. G. L.)» (a García Lorca), «A Larra, con unas violetas» «A Góngora, Mozart. «Bien está que fuera tu tierra» (a Galdós), «Luis de Baviera escucha Lohengrin» (sobre Wagner) o «Birds in the night» (a Rimbaud y Verlaine).

Los citados poemas manifiestan la tensión entre el individuo y la sociedad, la defensa de la individualidad del artista prendido en su creación solitaria frente a la negligencia de una grey enceguecida por una sociedad materialista y poco atenta a las obras del espíritu.

Cernuda, lector de Goethe, fue consciente de las dos actitudes del público letrado y no dudó en posicionarse del lado de aquella obra literaria que, una vez pasado el tiempo, es acogida por los lectores formados en el gusto estético de la misma: «Me parecen existir, con respecto a la acogida que los lectores les dispensan, dos tipos de obras literarias: aquellas que encuentran a su público hecho y aquellas que necesitan que su público nazca; el gusto hacia las primeras existe ya, el de las segundas debe formarse».

Sin duda las primeras se prestarán al aplauso; las segundas, quién sabe si al vilipendio o a la crítica mordaz. Pero dejemos hablar al tiempo. El tiempo, el mejor crítico literario, dirá…