La izquierda, aun reconvertida en templada socialdemocracia, adopta un perfil bajo, pues la caía del Muro supuso el desprestigio concluyente de una referencia mental. La miseria, material y moral, que se vivía tras el Muro no dejaba lugar a dudas: si el Estado sustituye al mercado, la consecuencia es hambre y opresión. A partir de ese momento, la izquierda supo que su anhelado Estado benefactor, por mucho que se lograra expandir, había de tener coto. Hasta aquí el control estatal de la economía, hasta aquí los impuestos: si se aprieta un poco más, la gallina de los huevos de oro se ahoga. La caída del Muro venía a señalar que con el socialismo pasa como con todo: sin abusar.

Porque el Muro no lo derribó la presión exterior («señor Gorbachov, derribe este muro»; «yo también soy berlinés»; o la nunca explicitada labor de Juan Pablo II). El Muro cayó por la presión insoportable de quienes padecían el amplio catálogo de penurias que eran los regímenes comunistas. Si al menos quedara el consuelo de que se sacrificaba crecimiento material por cuidado medioambiental, pero ni eso: Naciones Unidas determinó en 1984 que la Alemania comunista era el país más contaminado.

La izquierda contempló la caída del Muro como el adulto que retira de las paredes de su cuarto los posters de su ídolo de la juventud: la renuncia melancólica a quien tanto se admiró; el abandono necesario de la casa del padre.

Al fin y al cabo, el argumentario más enjundioso de la izquierda, la de antes como la de ahora, fue obra de Marx: la tensión autodestructiva del capitalismo, el empobrecimiento progresivo del grueso de la población, etcétera. La izquierda repudia los regímenes comunistas como repudiamos un amor de juventud: esbozando una media sonrisa cómplice y sintiendo una suerte de imperecedero nexo poético.

Y no solo la izquierda, sino también los intelectuales (valga la redundancia) adoptan aquí un perfil bajo. Pocos escritores dedicarán un análisis, pocos cantautores harán mención en los mítines que endosan al público entre canción y canción. Muchos de quienes, el pasado año, lanzaron tuits enardecidos con ocasión de los diez años desde la caída de Lehman Brothers, culpando al capitalismo desatado de la crisis subsiguiente, no parecen interesados en el trigésimo aniversario de esta otra caída.

Decía Dahrendorf, politólogo y político germano-británico, que la implicación de los intelectuales europeos con el comunismo fue de dos tipos. Por un lado, el comunismo fue la fe a la que aferrarse para remediar el vacío interior. La desilusión, en general, sobrevino tarde; tras que los tanques del Pacto de Varsovia aplastaran a los húngaros en 1956, a los checoslovacos en 1968. A menudo, incluso después de 1989.

Por otro lado, los intelectuales (como todo el mundo, por otra parte) estaban convencidos de que el Muro duraría para siempre. El Muro simbolizaba la alternativa al capitalismo: y ahí resistía, inconmovible. Fue un año antes de la caída del Muro que el canciller de la Alemania Occidental, Helmut Kohl, recibió en Bonn a Erich Honecker, el presidente de la República Democrática Alemana, legitimando así la partición alemana y el Estado comunista en tierra germana. Los intelectuales guardaron silencio. Nada dijeron sobre recibir bajo palio al dirigente de un país donde se vulneraban sistemáticamente los derechos fundamentales. Donde la libertad de expresión y la democracia brillaban por su ausencia. Nada dijeron sobre extender la alfombra roja bajo los pies de quien había dado la orden de disparar a matar a quien intentara cruzar el Muro, huyendo del infierno que los comunistas habían forjado.

Nadie podía sospechar entonces que la caída era inminente; el propio Honecker había afirmado que «el Muro seguirá existiendo dentro de cien años» cuando apenas le quedaban unos meses. Finales de 1988, Honecker recibe la Medalla de Honor de la Universidad Complutense de Madrid. Apenas un año después, el Muro ya derribado, huye para evitar la prisión. Finalmente, sería procesado por la muerte de 192 compatriotas, abatidos mientras intentaban cruzar la frontera. Ese, el mandamás de un régimen policiaco y criminal, fue aclamado por la Complutense. Lo curioso es que el rector era entonces Gustavo Villapalos, un ultracatólico que acabaría de consejero de Alberto Ruiz Gallardón. Hasta tal punto llegaba entonces el blanqueamiento de lo que sucedía al otro lado del Muro, incluso por parte quienes se ubicaban en las antípodas ideológicas. Imaginen ahora, treinta años después.