Comida con el doctor y profesor don José Cervantes Gabarrón, Pepe para los amigos, que acaba de llegar de Israel. Muchos de mis lectores lo conocen y saben la calidad humana y cristiana de este gran cura y misionero, que se pasa la vida entre Murcia y Bolivia. Medio año en cada sitio. Aquí, en nuestra tierra, impartiendo sus clases de Biblia (Sagrada Escritura) y explicando teología en diálogos y reuniones. En Bolivia, llevando adelante la casa (oikia) para ayudar a gente joven en situación de riesgo. De todo este trabajo hablaré pronto. Es necesario que conozcamos el ingente trabajo de estos héroes que viven felices, sacrificándose por amor a los demás.

Hoy aparco este tema, y me hago eco de una carta hermosísima que he leído con fruición y me sigue iluminando en esta fiesta de todos los santos, pues los santos fueron eso, gentes de buen corazón. Veamos lo que nos dice esta misiva, agradeciendo su servicio a R.L., que nos ha lanzado esta lluvia de verdad.

Dicen que el corazón es el lugar donde se viven los grandes encuentros, donde se fragua lo más verdadero y nace lo más auténtico. Aunque en muchas ocasiones parece que está adormilado, como si el mero hecho de latir nos fuera suficiente.

Algunas veces me pregunto: ¿Qué le pasa a la Iglesia que no llega? ¿Qué nos pasa a los cristianos que no contagiamos? ¿Quizás, más corazón?

Es el corazón el que tiene que convencer y el único que puede llegar al corazón del otro. Los gestos concretos, que hablan de lo que uno vive por dentro, tienen la fuerza que llega hasta donde las palabras no pueden llegar. Fuerza convincente capaz de despertar, de ilusionar y contagiar.

En ocasiones, parece que a la Iglesia, a los cristianos, nos falta corazón. O quizá lo tengamos escondido tras un cúmulo de preceptos que solo aseguran la tranquilidad del puro cumplimiento. Y todos necesitamosmás.

¿Cuántas veces nos ahogan las estructuras, el empeño desmedido por mantener un estatus de poder? ¿Cuántas nos quita corazón la terquedad de preservar un discurso políticamente correcto que nos aleja de lo esencial y olvida demasiadas veces a la persona? ¿Cuántas seguimos queriendo imponer una forma de pensar, de sentir, de actuar, que no ha pasado por nuestro corazón ni hemos hecho nuestras? ¡Perdemos mucho tiempo y mucha vida acicalando nuestras fachadas!

Las palabras de Jesús, esas que van directas al corazón, no se tienen que sacudir y hacer salir de nuestra vida acomodada cuando tenemos delante de nuestros ojos la vida de tantas personas que sufren, tantas situaciones injustas, tanto dolor: pobreza, emigración, maltrato, violencia, desigualdad, rupturas familiares, abusos€ ¡¡Tanta inhumanidad!! Nada de ello puede dejarnos indiferentes. Y esas palabras nos tienen que escocer también como Iglesia, a veces demasiado callada e inoperante, encerrada entre altos muros, portavoz de la mejor de las noticias, ¡sí!, pero muchas veces sin fuerza por la frialdad de un corazón que parece que no late.

Tenemos que enraizar nuestro corazón en el mismo corazón de Jesús y volver al Evangelio, al lenguaje del amor, a la mirada de Dios que dignifica a cada persona, al actuar comprometido que se implica en la realidad de todo y de todos.

Solo desde ese corazón podremos sentirnos vivos, mirar al otro y al mundo que vivimos con una mirada distinta, con un amor más verdadero, con un sentido más humano y más cristiano.

Nunca lo olvidemos: la vida se acaba cuando el corazón deja de latir.