n mi barrio había una señora a la que mi madre llamaba La Libanesa. Tenía un perro precioso, de una raza así chula, con el que se paseaba por el parque y que, según mi madre, había sido el modo en que alguien saldó una deuda con su marido, un hombre del que yo sólo conocí lo que se veía tras la ventanilla de su Mercedes. Menudo regalo, el perro, dirá alguno.

El caso es que yo recuerdo a aquella señora siempre bien vestida, con porte elegante y, aunque es posible que mis cánones estéticos no estuvieran muy desarrollados, lo cierto es que yo recuerdo a la libanesa como el glamour personificado. Yo oía eso de libanesa, y me sonaba a que fuese aragonesa, o del Pirineo, o a que se dedicase a alguna profesión sofisticada. Al tiempo me enteré de que era libanesa porque venía nada menos que de El Líbano, un país de lo más remoto, y que por lo visto, siempre estaba en guerra.

Ése había sido mi único contacto con libaneses, hasta el fin de semana pasado, en que fui a un restaurante libanés. Y ahí termina mi lista. Al principio de estar allí, como no tenía cubiertos, estuvo a punto de salir mi otro yo en protesta, pero me mordí la lengua porque estaban los niños. No te creas que me callé por no dar mal ejemplo. Me callé porque no quería que los niños me oyeran, y después se lo repitieran al hombre, en mi cara, y me quedara yo sin saber qué hacer. A ver si te crees que mi otro yo se va enseguida.

Pero al poco de estar allí, empezamos a fijarnos en la decoración del local, en la pared con Mortadelo y Filemón, con Julio Iglesias al lado, y con los letreros que colgaban por todas partes, unos en español y otros en inglés, de esos que invitan al flow. Además de que el pan libanés con ajo estaba para morirse. No en vano, en un rincón había un cartel que reconocía al restaurante como el mejor libanés de Murcia. Y entonces me acordé de lo que decía mi amigo Tyrone, de que nadie emigra por gusto. Y del esfuerzo que le habría costado a este libanes tener su vida aquí. Y eso que, al fin y al cabo, éste ha triunfado. Cuánto desgraciado habrá por ahí, en manos de desalmados.

Luego, está la otra cara de la moneda: la del que hace negocio sucio. Supe de un marroquí, integradísimo en España, de los que llamamos de segunda generación, y que trabajaba para una explotación agrícola recogiendo temporeros al alba para llevarlos al tajo. Se dedicaba a 'vender' entre sus compatriotas los puestos de trabajo ¿Que cómo lo hacía? Fácil: como su trabajo era recoger a los temporeros para llevarlos a la explotación, para lo cual llevaba el listado de contratados para ello, ya se encargaba él de que no subiera a la furgoneta el que no pagara por su boleto. Daba igual que el contrato fuera a nombre de fulano o de mengano. Él decidía quién subía y quién se quedaba en tierra y no ganaba hoy nada. Era consciente de que los contratos sólo valían para saber cuántas personas podían subir: tantos como contratos llevase él. Luego, nadie iba a casar contratos con nombres ni con personas. Hasta que un día alguien lo denunció, y entonces supe de la historia, aunque no se cómo terminó y prefiero no saberlo.

Pero el caso es que ya sea la historia del libanés, la del temporero, la de Aylan o la de esos pobres que han aparecido muertos en un trailer, la inmigración es sin duda uno de los desafíos de esta era, de dimensiones titánicas y de tentáculos siniestros. Y si no vamos a dar pronto con la solucion, más vale que enterremos a nuestro yo racista, y hagamos caso a Maria Montessori: hay que sembrar en los niños ideas buenas, aunque no las entiendan. Las circunstancias se encargarán, a su debido tiempo, de descifrarlas. Ojalá sepamos hacerlo bien.