Cuán gritan esos malditos» se solía escuchar por las plazas de una España no tan lejana en el tiempo, pero sí en el corazón. La llegada de la festividad de Todos los Santos marcaba el inicio del otoño. Se llenaban los teatros de capas largas y espadas. Las calles se iluminaban de máscaras venecianas. En los muros de los conventos aparecían escaleras y los valientes y pendencieros se batían en duelo a medianoche. Era, en definitiva, la noche en la que Don Juan Tenorio volvía de su tumba y se colaba en nuestras casas, bien gracias a las brillantes adaptaciones de Estudio 2, a las compañías que perseveran en su memoria o a algún profesor resistente, que dejaba las oraciones subordinadas a un lado para descubrir en la pizarra al canalla sevillano.

Lo vieron mis mayores, en una televisión minúscula en blanco y negro, mientras mi abuelo seguía la lectura con el dedo y se dejaba vencer por la voz de Paco Rabal. Mis padres, pegados al brasero, lo escuchaban también. Raro era el niño que no sabía recitar al menos aquel: «No es cierto ángel de amor...». Lamento que los tiempos sean tan oscuros con el teatro español. Mis hijos se vestirán de calabaza y nunca cruzarán aquella 'apartada orilla' donde «más pura la luna brilla y se respira mejor». O tempora, o mores.

Porque Don Juan representa lo mejor de nuestra tradición: todos aquellos fantasmas que habitan la historia común, la vileza épica de un pasado perforado por el humor más inteligente. La gallardía española delante de un espejo. Tenorio es un pavo real con las alas atrofiadas. El anhelo de una España asfixiada por su ego, y sobre todo, algo pegado en nuestra piel: el culto supremo al más allá. Leer el Tenorio es recordar a nuestros muertos. Es honrar el mito más universal que tenemos en una lengua que traspasa fronteras.

¿Pero quién fue realmente Don Juan? Para ello debemos viajar hacia la Sevilla del siglo XVII. Existen dudas sobre la posible inspiración del mito. Miguel de Mañara fue un noble sevillano al que se le atribuye una vida licenciosa antes y después de su casamiento. Tras la muerte de su mujer, se retiró de la vida festiva y dedicó sus horas a la religión y al cuidado de los demás, fundado el Hospital de la Caridad. Su tumba se encuentra a los pies de la iglesia, para que todos puedan pisarla al entrar y purgar sus pecados. Tirso de Molina no fue ajeno a la leyenda. Su Burlador de Sevilla es el germen del mito y podría estar inspirado en él. En una obra que respira Contrarreforma en cada verso, Don Juan es abrasado por las llamas eternas del infierno. En el XVII había poco espacio para el perdón celestial.

Pronto echó a andar Don Juan y se hizo universal. Son muchos los escritores que le han dado voz. Desde Molière a Saramago, pasando por Mozart, Goldoni, Pushkin, Baudelaire, y llegando a otro sevillano ilustre, Antonio Machado. El Tenorio es patrimonio de la cultura, de los que lo leen, de los que lo escuchan en un aria de ópera, de los que ven sus desafíos sobre las tablas de un teatro. Don Juan Tenorio es el Aquiles de la Modernidad. Inmortal y con los talones desprotegidos.

Pero sin duda alguna, es José Zorrilla el que mejor supo darle al personaje la resonancia que requería. Y como sucede en muchas ocasiones, las explicaciones se acomodan al azar. La obra se estrenó el 28 de marzo de 1845 en Teatro de la Cruz de Madrid, el mismo lugar que había visto a Lope, Tirso y Calderón estrenar sus obras. Toda ella es un conjunto de tópicos desfasados de un Romanticismo que llegó tarde y mal a España. No hay nada más humillante para una obra que se pretende trágica que despierte las carcajadas del público. Y vaya si el Don Juan de Zorrilla produce risa. Pero también compasión, tristeza y desaliento. La obra supone la culminación del movimiento. España siempre fue un país romántico, inspirador de grandes autores europeos. Pero nunca supo producir una gran obra romántica. Tal vez la sombra de nuestro Barroco es demasiado alargada. Y sin luces, no hay sombras. Pero al Don Juan de Zorrilla no le hace falta ser perfecto para ser inmortal. Hay momentos de verdadero mérito poético. Versos imborrables y escenas que no pasarán nunca de moda a pesar de las imposiciones de los tiempos. Los monólogos de la Hostería del Laurel forman parte de nuestro imaginario colectivo. Son dos amigos que se reencuentran tras un año de Erasmus y se cuentan sus experiencias. La vista de Don Juan y Doña Inés en el convento es el portal en el que los jóvenes temen que aparezcan sus padres. Y el final es la retirada de la juventud. El adiós a las armas. Don Juan es salvado por doña Inés. El Romanticismo perdona lo que el Barroco condenó.

Probablemente, esta noche y las siguientes siga habiendo teatros que recuerden algo tan nuestro como Don Juan. Habrá cementerios que se engalanen. Lo que no estoy tan seguro es de encontrar a abuelos que enseñen a sus nietos los versos de la Hostería del Laurel. Se vestirán de calabaza en los colegios y los institutos, porque muchos de sus profesores ya ni han leído la obra. Don Juan volverá al mundo de los muertos. Los vivos seguiremos esperando el otoño..