16 de septiembre

Zapatos. No soy una persona descuidada; me ducho al menos una vez al día y cepillo mis dientes tras cada comida. Sin embargo, hay dos artefactos (ambos relacionados con la locomoción) en cuya limpieza me cuesta entretenerme: los vehículos y los zapatos; de hecho, raramente me fijo en los coches ajenos y, menos aún, en el calzado... Hoy, no obstante, las copiosas lluvias han dejado mis mocasines en tan deplorable estado que no tengo más remedio que dedicarles un buen rato: los cepillo para desprenderles la costra de barro, los froto con un trapo y, por último, los embetuno cuidadosamente. Me siento tan satisfecho con el resultado que se los muestro a Teresa. Es curioso cómo asociamos determinados actos a personas o frases del pasado. Siempre que me limpio los zapatos, pienso en Pepe Bustamante. Compañero de carrera, sevillano, bajo de estatura, repeinado hacia atrás, una vez me dijo que lo primero que una mujer miraba de cualquier hombre eran sus zapatos y que, por eso, él los llevaba siempre limpios y relucientes. No he vuelto a ver a aquel Bustamante en treinta años y, sin embargo, cada vez que empuño un tubo de betún me acuerdo de él. Estaba en otro curso y apenas lo traté, así que ni siquiera sé si tenía éxito con el sexo opuesto… es decir, no sé si aquella teoría suya venía respaldada por la práctica o era pura especulación.

18 de septiembre

Correos electrónicos. Desde Maryland, Thomas Deveny me escribe que ha estado elaborando salmorejo mientras escuchaba Home grown tomatoes, de John Denver. Desde Roma, Marta Selvaggio me pregunta por el significado de la expresión ‘cuchillo mellado’ en uno de mis libros y, tras aclarárselo, afirma que lo traducirá como ‘coltello smangiato’. Desde Barcelona, Javier Núñez, viejo amigo de la infancia, dibuja algunas pinceladas de su viaje a Vietnam y concluye: «Dentro de poco echarán a los vendedores de cocina callejera y a las motos de las aceras de Hanoi. Y, así, tendremos un mundo cada vez más seguro y menos interesante». No todo lo que ha traído la contemporaneidad es malo, sin embargo, y el correo electrónico es uno de los más felices ejemplos.

23 de septiembre

Almuerzo, café y recital. La primera vez que oí hablar de Luis Alberto de Cuenca fue en una terraza del paseo Alfonso X de Murcia, al inicio de los años noventa. Antonio Jiménez (poeta de Vélez Rubio que moriría joven) me lo recomendó entre una terna de versificadores que incluía también a Julio Martínez Mesanza y a José María Álvarez; parecía intuir bien mis apetencias, puesto que me gustaron los tres. Fue aquélla la única época de mi vida en la que me dediqué a escribir poesía con cierta regularidad… hasta que terminé por descubrir que hacerlo me deprimía, ya que me obligaba a ahondar en la parte más triste de mi cerebro, y la dejé prácticamente de lado. De las composiciones de Luis Alberto de Cuenca me atrajeron el tono épico, cierto nihilismo subterráneo y su modo de mezclar mitología culta y popular (Ulises y Spiderman, pongamos por caso). Me asombra pensar ahora que, cuando empecé a leerlo, él era un venturoso joven de cuarenta y pocos años y yo (que aún no había publicado una sola línea) tenía apenas treinta. Lo conocí en persona ya entrado el siglo XXI y, desde entonces, hemos trabado una amistad separada por la geografía y alimentada por comunes querencias literarias y por su elogio público de mis libros. Ni Antonio Jiménez ni yo hubiésemos imaginado jamás que algún día acabaría dialogando con el poeta ante un auditorio. Eso es, sin embargo, lo que ocurrirá esta tarde.

Pero, antes, él y yo comemos en el restaurante Monumental con Victorio Melgarejo y su mujer (Reme), el cantautor Pepe Jara y la pintora Carmen Cantabella, viuda del poeta José Cantabella (a quien se rendirá homenaje). Pepe Jara, adicto a Kerouac, acaba de grabar un disco con versos de Roger Wolfe. También es veterinario, y cuenta la anécdota de cierto colega que había criado un chimpancé en cautividad: siendo ya adulto, el chimpancé le mordió y él, convencido de su autoridad, le arreó un sopapo… Durante los siguientes cinco minutos, el chimpancé lo estuvo estrellando sin descanso contra las paredes. Sobrevivió tras cuatro semanas en cuidados intensivos.

Tomamos un café cerca de la catedral junto a Carmen. La serie que la pintora dibujó sobre Tintín en Japón (nos la muestra en su móvil) es muy del gusto de Luis Alberto, ya que mezcla la línea clara de Hergé con el erotismo (elementos ambos presentes en su poesía). Le pregunto al poeta algo que siempre me ha intrigado: por qué Francisco Umbral pasó de elogiar a Juan Manuel de Prada a vilipendiarlo; sospecha que, cuando Prada publicó Las máscaras del héroe, Umbral comprendió que nunca lograría escribir nada parecido, y la envidia se desató en su interior... Luis Alberto, que se jubilará en breve, tan sólo pide a los hados el tiempo necesario para clasificar los 45.000 volúmenes de su biblioteca personal. Semejante caudal de lecturas rezuma de sus intervenciones durante nuestro coloquio, al que se suma la poeta Charo Guarino. Recita de memoria a epigramistas latinos o rapsodas provenzales y yo, a su lado, me siento casi como un cabrero analfabeto, acaso un impostor. Pese a ello, logro mantener el tipo y hacerle algunas preguntas sobre su obra. También pido oír de su propia voz algunos de los poemas suyos que prefiero, como Optimismo, cuyos versos reclaman ser cincelados en el mármol: «Que tu ejemplo en la vida / sea siempre lo que gozaste, no el sufrimiento».

Sobre el estrado nos fundimos en un abrazo antes de que tome su tren de regreso a Madrid. Permanezco allí arriba, ya que voy a participar en el homenaje a José Cantabella que orquestan su viuda, Pascual García y Mercedes Imbernón. Muchos son los recitadores que desfilan por el atril. Cuando me toca el turno, leo: «Llegaremos / donde tú y yo siempre soñamos (…) / allí, entre arenales y guijarros majestuosos, / entre frondas doradas habitadas por viejos pescadores / donde se cobijan por las tardes las sirenas distraídas». Sé que los aplausos del público no van dirigidos a mí.