Yo les quería hablar de mi verano en la ciudad de México, pero este texto llega algo tarde, en esta semana en la que el otoño ya hizo acto de presencia en nuestro cielo y cuando la actualidad se acomodó en las calles de Cataluña, Quito, Santiago de Chile, La Paz, Coahuila, Hong Kong y Beirut (sí, Beirut también ha sido noticia en estos días por las manifestaciones contra las medidas económicas tomadas por el Gobierno libanés). De estos lugares del mundo dispersos nos queda una imagen fija, la de los disturbios. Una imagen común para identificar lo que nos queda, por lo general, lejos (Cataluña también, cada vez más).

Con esa distancia se enmarañan las palabras (que es como decir las opiniones y las emociones) que se vienen a la cabeza ante la realidad exportada en las pequeñas y medianas pantallas. Una de ella planea, aterriza y enraíza: violencia. Las estaciones de metro destrozadas, los contenedores de basura ardiendo, las barricadas cortando el tránsito, los manifestantes desafiantes, los tanques en las calles, las pelotas de goma, todo esto irrumpe y desorienta nuestra empatía. ¿Se puede repudiar la violencia sin repudiar al violento? ¿Qué pasa cuando en mitad de los disturbios se reconoce la voz propia en el cuerpo que se expone, se enfrenta, se golpea?

El pasado 16 de agosto estas dudas inquietaron corazones y desataron conversaciones, titulares, artículos de prensa y columnas de opinión en México. Aquella tarde miles de mujeres habían marchado por Reforma, la arteria de la capital mexicana por la que con frecuencia fluyen grandes manifestaciones. Las manifestantes iban de negro, de luto, y algunas de ellas cubrían sus rostros con pasamontañas y paliacates, siguiendo la estética del feminismo zapatista. A su paso quedó un rastro de pintadas, vidrios rotos, papeleras volcadas, una estación de autobús vandalizada.

El detonante de la protesta masiva fue la actitud de las autoridades capitalinas ante una serie de agresiones sexuales que en los días previos habían involucrado a policías. Las denuncias fueron anuladas y la sospecha del engaño y la manipulación recayó sobre las mujeres violadas. Los medios de comunicación ayudaron en la reversión de las acusaciones publicando datos del caso filtrados y añadiendo los tonos debidos; los mismos medios de comunicación que luego definieron a las manifestantes como 'radicales' y 'violentas'.

El hashtag #NoMeCuidanMeViolan animó a las mexicanas a hacer un movimiento más en su lucha «ni una más»: ni golpeada, ni violada, ni asesinada. La lista negra de feminicidios en México suma nueve nuevos nombres cada día. A finales de julio incluyó a una de nuestras vecinas.

El complejo residencial, situado en uno de los barrios al norte de la ciudad, una zona popular en proceso de gentrificación, garantiza la seguridad con guardias y sofisticados sistemas de accesos. Una noche una ráfaga de disparos nos alertó. Nuestros propios estereotipos nos llevaron a deducir que había habido un robo en el supermercado que hay frente a las viviendas y que los asaltantes habían conseguido entrar en el complejo, tal vez a través del garaje, escapando. Al día siguiente preguntamos y los guardias, esquivos, nos hablaron de «un asunto marital», sin más detalles. No dimensionamos lo ocurrido hasta la tarde, a través de la prensa. El asesino era de la casa, no fue identificado como una amenaza y llegó a su víctima sin resistencias. La pareja estaba en proceso de separación y fueron los abogados de la mujer quienes alertaron a los guardias cuando sus llamadas de teléfono dejaron de ser contestadas. Era demasiado tarde.

Esta historia de violencia no es mexicana, como pueda serlo una historia con narcos; pasa en todos los países, todos obsesionados por identificar, aislar y condenar a los violentos, indistintamente de los hechos y de sus causas, pero tan incapaces para cuidar a sus mujeres. Una incapacidad que es difícil de desvincular de la pasividad y la impunidad de un sistema amarrado con manos masculinas. Y tan hartas están, las mexicanas, estamos, las mujeres. En esta semana, en sólo 48 horas, tres mujeres han sido «supuestamente asesinadas por violencia de género» en España, sumando el medio centenar de feminicidios. Hay quien recurre a las cifras comparadas para restar importancia a la estadística española (Francia ya supera el centenar y Estados Unidos cerrará el año con su millar habitual), pero hay otra cifra que interesa considerar: los 2.677.173 españoles que niegan que esta violencia existe. ¿Cuán amplio es el margen de nuestro hartazgo?