No hacía falta ser un genio para defender que los líderes independentistas no cometieron delito de rebelión. A pesar de todo, tuvimos que aguantar los insultos de rigor. No es una victoria. Los jueces han echado mano de un delito, el de sedición, que no debería existir en nuestro ordenamiento. No existe en la mayoría de los países de nuestro entorno. Solo sirve para aumentar las penas desde una comprensión que valora el desorden público como amenaza a las instituciones del Estado. Este delito es un resabio del viejo sentido del orden público, que el franquismo intensificó. Sentenciar con esta calificación evidencia que el problema catalán será la ocasión para que emerja la granítica base arcaica sobre la que se levanta el edificio de nuestra democracia. Esa base se despliega en mil artículos, reglamentos, principios jurídicos y hábitos institucionales que nadie ha depurado.

Cuando se lee el presente desde esta comprensión, resulta evidente que una nube negra se cierne sobre la democracia española. Desde la sentencia del Supremo, cualquiera de los detenidos por las manifestaciones de estos días podría ser condenado por sedición. Más aún, la intensificación represiva inicia su escalada al explorar la posibilidad de atribuir a esos manifestantes el delito de terrorismo. Las sentencias inadecuadas tienen graves consecuencias. Por coherencia, obligan a aplicar el mismo tipo penal en casos semejantes y, puesto que siempre tuvieron una funcionalidad disuasoria, abren la puerta a calificaciones más duras cuando no muestran eficacia. Si los políticos presos hubieran sido condenados por desobediencia o malversación, estaríamos en los grados más bajos de la tipificación penal y los responsables estarían en la calle tras dos años de prisión preventiva.

Que emergerían estos reflejos extremos formaba parte de la previsión del catalanismo. Con ellos reinando en la plaza y en el foro, les resultará fácil presentarse como víctimas. Hasta dónde llegue esa victimización tendrán que medirlo los tribunales europeos, pero es importante recordar que estos tendrán que examinar si la sentencia es legal desde los órdenes jurídicos españoles vigentes. Será imposible probar que la sentencia no lo es, aunque fácil argumentar que se basa en leyes que deberían cambiarse.

Pero al margen de estas cuestiones, desde un punto de vista político, esta sentencia es letal para el prestigio de la democracia española. Que el Washington Post le ofrezca una tribuna a Oriol Junqueras es el testimonio más preciso de este cuestionamiento. Con toda razón, dice que la sentencia no ha juzgado hechos criminales, sino fines ideales. Sedición no es sino desorden público objetivo cuya meta ideal es cambiar las leyes fundamentales. Lo que se ha condenado con decenas de años de cárcel es esta finalidad, no las responsabilidades concretas de actuaciones singulares.

Nuestra Constitución no es militante a favor de la democracia, pero nuestro código penal defiende las instituciones con rigor. Sin embargo, la reacción de los manifestantes violentos ha llevado las cosas al extremo. Por una parte, hay claras evidencias de que constituyen la última respuesta a las exigencias de Torra de intensificar el conflicto. Por otra, han merecido condenas de los líderes de ERC, que han sido abucheados por algunos manifestantes. Así las cosas, la esquizofrenia se ha instalado en las filas de los independentistas. Torra atiza el conflicto en la calle mientras su consejero lanza a los Mossos al límite de su capacidad contra los manifestantes. Es el club de la lucha. Produce los violentos y al mismo tiempo los combate. Aragonés, por el contrario, condena la violencia, pero al mismo tiempo pide la dimisión del consejero de Interior que actúa contra ella. No se trata solo de que las contradicciones entre los líderes independentistas se intensifiquen; se trata de que ya ninguno defiende una posición coherente.

Otro signo de esquizofrenia: que los manifestantes violentos tengan que ser considerados infiltrados externos. Sugiere este gesto que el Procés no quiere despedirse de su ilusión de homogeneidad. Esta consideración de lo propio como ajeno es poco verosímil. Puede que la mano que tira de la espoleta sea oscura. Pero los jóvenes que vemos lanzar adoquines, prender contenedores y coches, o despojar comercios, no parecen ni obligados ni engañados por infiltrados. La heterogeneidad del movimiento independentista es innegable y algunos elementos se han vinculado al Procés pacífico de modo condicional. Que sean amparados por el president de la Generalitat sugiere que forman parte de la estrategia de Puigdemont para dejar en terreno de nadie a Esquerra. Así las cosas, ante el conflicto catalán alguien debe preguntarse qué tipo de Estado o de república ofrecerían los líderes independentistas a la ciudadanía catalana. Que no esté claro quién llevaría la voz cantante en ese hipotético futuro, no es el mayor problema. Lo más inquietante es que la posición centrista de ERC podría ser vencida por la extraña convergencia de Puigdemont y otros elementos radicales. Ningún Estado razonable dejaría a los que deseen seguir siendo sus nacionales al albur de semejante constelación de poderes.

Un pacto de estatuto es inevitable, y sin embargo se piensa poco en llegar a él. Que el país no tiene reflejos para mediar en este conflicto no sólo se ve en la lucha desesperada de los independentistas. Por supuesto, también se reconoce en las reacciones insensatas de Rivera, Abascal y Casado. Sin embargo, incluso esto no es lo más grave. Lo verdaderamente extraño es que en medio de una campaña electoral nadie haga una propuesta razonable y compleja para intervenir en este conflicto. No sirve en modo alguno apelar al diálogo en abstracto, como hace Iglesias. Tampoco lleva a ningún sitio reconocer el derecho de autodeterminación. En la situación en la que comienza a vivir Cataluña lo difícil será generar las condiciones de paz civil y de imparcialidad gubernativa para que la democracia pueda funcionar de forma natural y adecuada a la norma. Así que es necesario preocuparse sobre todo por restablecer la paz civil, sin la que la democracia, sea constituida o constituyente, resulta imposible.

Esto significa ante todo una cosa. No creo que sea razonable un programa de gobierno que no incluya el indulto para los políticos presos. Han sido juzgados y condenados de acuerdo a la ley. Pero no se podrá avanzar en diálogo alguno mientras estén en la cárcel. Aquí se debería jugar de buena fe. Prever una intensificación de la violencia para derrotar más fácilmente al nacionalismo catalán es tan insensato como prever la reacción violenta del Estado para desprestigiarlo más fácilmente. Este juego sólo se podría resolver con la derrota histórica de Cataluña, algo que solo un insensato podría desear. El único camino es producir algo parecido a un armisticio. Unas elecciones deberían producir un Gobierno comprometido con la reconstrucción de la paz cívica y garantizar la imparcialidad institucional, algo que descaradamente ha violado Torra.

Además, se debería ofrecer desde el Estado en un tiempo razonable una oferta a Cataluña que debería ser refrendada. No tener este horizonte implica negar a Cataluña un futuro democrático, lo que hundiría la Constitución española, lastrada por una excepcionalidad insoportable. No tiene ningún sentido que legalmente Cataluña haya podido expresarse en dos referéndums, por no hablar de los demás pueblos españoles, y que los catalanes ya no lo puedan hacer más en el futuro. Sin embargo, cualquiera comprende que el próximo referéndum, inevitable, será considerado de jure o de facto de autodeterminación. Para cuando eso llegue, se debería garantizar las condiciones de serenidad que hoy no se dan. Eso no sucederá antes de que el Parlamento español sea repuesto por encima del Tribunal Constitucional y, mediante una enmienda constitucional sencilla, se garantice el reconocimiento nacional de Cataluña. Con ese fundamento histórico, se debería entender que la Constitución actualiza los derechos históricos de Cataluña. Un Gobierno razonable debería en consecuencia garantizar los poderes internos que satisfagan la vida histórica de las dos minorías que viven en Cataluña.