En marzo de 2015 se aprobó (con el único apoyo del Partido Popular) la 'prisión permanente revisable' en España. Consiste ésta en una condena de privación de libertad cuya finalización se encuentra supeditada a la efectiva reinserción del condenado. Está regulada en el Código Penal, que prevé la puesta en libertad cuando, transcurrido un periodo mínimo de tiempo, el tribunal considere acreditada, atendidas todas las circunstancias, la existencia de un pronóstico favorable de reinserción social (art. 92.1.c).

Esta excepcional condena sin término fijo de cumplimiento es comparable a otras penas similares de los países de nuestro entorno. Italia, Dinamarca, Alemania, Noruega y Bélgica, entre otros, tienen penas privativas de libertad que pueden extenderse ilimitadamente a juicio del tribunal. Reino Unido y Francia cuentan incluso con supuestos de cadena perpetua no revisable. Se trata siempre de castigar aquellos delitos más horrendos, que conmueven a la sociedad y que en otros países, como por ejemplo Estados Unidos, son castigados con pena de muerte.

En nuestro caso, el artículo 140 del Código Penal prevé la prisión permanente revisable para delitos de asesinato múltiple, de menores o incapaces, de violación seguida de asesinato o de asesinatos cometidos por bandas criminales.

En España se ha aplicado en once ocasiones desde 2015, la más reciente, en el tristemente célebre caso del pequeño Gabriel. Sus detractores (la mayoría de los expertos) sostienen que esta modalidad de condena es incompatible con el propósito de reinserción que la Constitución (artículo 25.2) establece para todas las penas. Sin embargo, en mi modesta opinión, se puede sostener una argumentación diferente.

En la antigua Roma el delito era una fuente de obligaciones. Se entendía que, al igual que los contratos, los actos ilícitos generaban una deuda, generalmente pecuniaria, para el delincuente y a favor de la víctima. De esta manera, cuando alguien causaba un daño patrimonial estaba obligado a pagar su valor al propietario de la cosa.

Durante los siglos posteriores a Roma la acción penal se publificó, es decir, se generalizó la idea de que el delincuente no sólo daña a la víctima, sino que con su acción perjudica a toda la sociedad y por tanto el Estado debe ser el encargado de reprimir el delito cobrando la deuda del delincuente, es decir, imponiendo la pena. Al margen fue quedando, poco a poco, la víctima, que debía contentarse con que el Estado fuera eficaz en su función de castigo del delincuente. Pero esa es otra historia.

A lo largo de la Edad Media y la Edad Moderna nadie discutió que a cada delito le correspondía una pena determinada. Con su cumplimiento el delincuente 'pagaba' su deuda con la sociedad y quedaba, por tanto, purgado de su culpa.

Sin embargo, en el siglo XIX apareció el concepto de 'reinserción social'. La pena ya no debía servir para satisfacer el deseo de 'venganza' de la víctima. La pena ahora debía estar orientada a reeducar al mal ciudadano y reinsertarlo en la sociedad. Bajo el loable principio de «abrid escuelas y se cerrarán cárceles» la pena dejó de ser una retribución para convertirse en un 'tratamiento'. A fin de cuentas, dijeron, la función del Estado no es satisfacer deseos particulares de venganza, sino mejorar la convivencia social haciendo que los ciudadanos cumplan la ley.

Si queremos que el condenado no vuelva a delinquir, creyeron, habrá que enseñarle a ser un buen ciudadano y a comportarse de manera civilizada.

En mi humilde opinión, aunque el fin del castigo sea la reinserción, la pena nunca debería perder el resto de sus funciones tradicionales (prevención general y especial). No debemos olvidar nunca que la represión estatal es el sustituto de la venganza privada en una sociedad civilizada. Frente a la reacción violenta de quien se ve perjudicado por un acto ilícito, se debe imponer la reacción fría y desapasionada del Estado. Pero si esta reacción se aleja totalmente de su origen, si el ciudadano percibe que 'no se hace justicia' se sentirá defraudado en ese 'contrato social' que legitima el poder estatal y acabará tornando a los orígenes, a la autotutela; es decir, se tomará 'la justicia por su mano'.

Pero, si se quiere defender que la pena es un tratamiento no podrá negarse que éste debe durar el tiempo que sea necesario. Ningún médico suspendería un tratamiento antes de comprobar si ha surtido o no efecto. Y en este sentido, una condena de reclusión, con una duración mínima establecida, y sometida a la remisión cuando un tribunal considere cumplido el fin de la reinserción no puede considerarse, a mi juicio, contrario a dicho fin. Antes al contrario, visto de este modo, las penas de duración determinada pueden frustrar (y frustran a menudo) el fin de reinserción social que proclama la Constitución.