No es fácil cargarse un mar entero, por muy menor que sea. Pero a lo largo de medio siglo, si se actúa con constancia, todo es posible. El PP ya apuntaba maneras cuando llegó al poder en la Región, a mitad de los 90. Lo primero que hicieron, como paso previo a las decisiones derogatorias de la entonces existente (por más que incipiente) protección medioambiental y al impulso de las actividades desarrollistas incontroladas, fue tratar de ridiculizar a los ecologistas. Era preciso reducir la influencia y prestigio intelectual de ese sector del activismo social (diverso y plural, pero presentado como un movimiento compacto) para que fuera aceptada la política expansiva que traían los populares con pulso galopante una vez que el socialismo murciano, hegemónico desde la Transición, había caído víctima principalmente de sus enredos interiores.

Así, los populares ironizaban en discursos, mítines, intervenciones parlamentarias y declaraciones a los medios con la 'lagartija de rabo colorao', una especie probablemente inexistente por estos lares, pero cuya sola denominación metaforizaba el absurdo de que, en el intento de protegerla, a ella y a otros pajaritos, tortugas y pececitos, el progreso de la Región de Murcia quedara suspendido. Como el triunfo electoral les permitía ir muy sueltos, lo que venían a decir era: ¿Qué preferimos: proteger a la lagartija de rabo colorao o promover iniciativas que den trabajo a la gente, atraigan turismo y muevan la actividad económica? Desde esa perspectiva quedaba claro, por lo demás, que la lagartija y la economía eran incompatibles, y en consecuencia, el personal gritó al unísono: «Matad a Barrabás», es decir, a la puta lagartija de los cojones.

Fue una jugada de alta inteligencia política: primero, desacreditar el proteccionismo, y hacerlo, además, con la proyección del ridículo, y después, una vez persuadidos todos de que el futuro dorado no debe encontrar obstáculos tontos, actuar a lo bestia (todo el suelo es urbanizable menos el poco que se reserve por decisión administrativa), si bien siempre con el ingenio de pasar, desde el Gobierno, como los más modernos ecologistas, no como esos perroflautas que se titulan de tales. Decía Valcárcel, colando un señuelo: «Mientras yo sea presidente no se construirá el acceso Norte a La Manga», y mientras tanto promovía una Marina D'Or en Cabo Cope, un aeropuerto para traer a los clientes y una autopista de pago (rescatada por Rajoy con nuestros impuestos) paralela a una autovía libre, para trasladarlos a sus apartamentos y hoteles en primera línea de mar. Resultado: un aeropuerto cadavérico, una autopista sin coches y un proyecto de urbanización declarado ilegal por el Tribunal Constitucional.

La única vez que vi en alguna de aquellas legislaturas en la Asamblea Regional a un diputado del PP con un libro en las manos era el titulado El ecologista escéptico, que parecía dar la razón en todo a los que desconsideraban a los ecologistas. Alguien lo enarboló en la tribuna como la biblia de la razón científica.

No es extraño que hoy, a la vista de esas mentalidades, la verdadera lagartija de rabo colorao sea el Mar Menor, tan extinguidos la una como el otro. Y todavía podía haber sido peor. Querían construir unas cuantas miles de viviendas en Novo Carthago (y siguen aún en ello), cerrando con ladrillo uno de los escasos tramos todavía libres de presión; por si faltaba algún detalle que describiera gráficamente el 'murcianismo de amiguetes', el entonces presidente de la Comunidad invitaba al promotor del engendro a las bodas de familia. No nos olvidemos de Lo Poyo, que también estuvo un largo tiempo a pique de hormigonera (y todavía se juega ahí con proyectos turísticos más o menos invasivos), con oficios de asesoramiento legal de prohombres del establecimiento popular. Hubo un tiempo en que amagaron con intentar construir hasta en las islas.

Los Gobiernos del PP han hecho contra el Mar Menor todo lo que han podido, aunque, por fortuna, no todo lo que han querido. Y ahí están los proyectos fallidos, gracias sobre todo a una resistencia civil tan leve y, hay que admitir, a veces desamparada e incomprendida, como heroica.

Cabía pensar que las actuaciones en el largo periodo Valcárcel/Cerdá podrían obedecer a una dinámica de su tiempo, antes de que el cuidado del medio ambiente pasara por necesidad a convertirse en una de las primeras preocupaciones ciudadanas a la vez que también en una industria en sí misma, de modo que hasta una Administración de derechas podría incorporar esa preocupación, es decir: en vez de desacreditar a los ecologistas con el recurso de la lagartija, hoy estarían en disposición de acompañarlos, pues el medio ambiente debiera ser connatural a todo desarrollo sostenible y bien planificado.

Y esa esperanza residía en la nueva generación que se hizo cargo del PP murciano cuando la vieja, agotados sus trucos y su crédito, escapó oportunamente por las puertas giratorias regadas de privilegios. Los López Miras y compañía podrían haber empezado por dar un giro de timón para resituarse en un escenario mucho más complejo y exigente. Pero en vez de hacerlo o de intentarlo han asumido la envenenada herencia de sus mayores, incluso con mayor desparpajo que éstos. Aceptemos que es difícil gestionar un aeropuerto sin aviones; una Ave que por su voluntad habría llegado en superficie y lo hará con el recorrido más largo de la ida y vuelta a Madrid, así como un Mar Menor ya envenenado a causa del ladrillismo salvaje y la expansión consentida de una agricultura desordenada, en buena parte ilegal en cuanto al suministro de los regadíos, obediente a un nuevo modelo de producción intensiva que no encaja en un diseño general del entorno que prevea la depuración y reutilización de los residuos tóxicos.

Esa herencia es infernal, pero hay dos actitudes ante ella: rectificar el camino trazado, si se quiere con sutileza pero con efectividad, o empeorarlo con la huida hacia adelante. Me temo que López Miras, que tiene el mérito de haber roto amarras en lo concerniente a la estructura interna del poder popular (lo cual no quiere decir que haya mejorado el equipo, en el que hay algunos en puestos importantes que no dan de sí) ha elegido desde el principio, con obcecación digna de mejor causa, la segunda opción. Así, error sobre error, va asumiendo responsabilidades de las que podría haberse desprendido con alguna finta inteligente. Al día de hoy, tras dos años y pico en la presidencia, su actitud derogatoria respecto a la protección del medio ambiente es tan amplia como la de sus antecesores. Y encima se le ve bracear: cuando la 'sopa verde' creó una dirección general del Mar Menor sin rumbo, estructura y contenidos mientras seguía desoyendo las advertencias de los científicos y los ecologistas, en una actitud de mero postureo. Su práctica ha consistido, en lo relativo al Mar Menor, en barrer la sala para acopiar la basura bajo el sofá, hasta que de debajo de éste han aparecido unos cuantos miles de peces agonizantes por falta de oxígeno. La pregunta, por lo demás ya hace tiempo contestada por los científicos independientes, es: ¿Qué habrá debajo de esa bellísima línea azul de aguas en plato? Muerte.

El problema ahora es que, a la vista de que la crisis del Mar Menor es estructural, las soluciones han de ser urgentes y también estructurales. Y eso conllevaría en pura lógica una recomposición ordenada y firme del sistema económico y productivo colindante. Y ¿quién se atreve siquiera a plantearlo? Ahora, al calor del impacto, todavía se admite que algo habría que hacer al respecto, pero cuando pasen las elecciones y la actualidad imponga otros reclamos (en el PP, para producir ese fenómeno, son especialistas) volveremos a leer tuits tranquilizadores y exultantes. (La vicepresidenta del Gobierno, Isabel Franco (Cs), ya los escribe incluso poéticos, algo que se le da en modo cursi).

Tanto es el pánico en el sector de la gran producción agrícola, que hay una campaña emprendida en redes con la que se intenta propagar la leyenda urbana de que lo que ocurrió el sábado, 12 de octubre, es consecuencia de un vertido ocasional, pero si faltara alguna prueba para desactivarla sería que López Miras ni siquiera ha sugerido tal posibilidad, que de existir lo liberaría provisionalmente del problema estructural. Nada sacaría mejor de su actual perplejidad política al presidente que la noticia de que los peces murieron por un vertido circunstancial.

De modo que lo que se refiere al Mar Menor no es consecuencia de «una cierta dejadez de todas las Administraciones», como pretendía zanjar hace unos días la portavoz del Gobierno, Ana Martínez Vidal, sino por el contrario, se trata de un muy cierto fervor depredador a consecuencia de la sujeción del deber de la gobernación para el interés general a los muy particulares de sectores influyentes que determinan al poder político, que explota en contrapartida una fructífera cantera de votos. Y encima no sabemos qué se hizo de la lagartija de rabo colorao.