La Justicia es en esencia un sistema de resolución de conflictos que se funda en un principio de ordenación de la convivencia que es la ley, la norma dictada por el órgano al que por convención reconocemos capacidad legislativa. La legitimidad es la base del sistema pues opera como el consentimiento en el contrato social, aceptando la autoridad del poder ejecutivo, legislativo y judicial.

En las democracias modernas, los tribunales interpretan y hacen cumplir la ley y le otorgamos con el sustantivo Justicia un grado más de reconocimiento, pues le damos el nombre de una virtud moral, dando por válido que responde a un criterio moral, aunque fuera de la justicia divina, la humana es subjetiva: constans et perpetua voluntad ius suum cuique tribuendi, la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho; pero es humano quien lo decide y es subjetivo su criterio.

Para que el sistema (Estado) funcione, es imprescindible que acatemos el papel de cada institución. Una convención razonable es que Estado tenga el uso exclusivo de la fuerza para hacer cumplir la ley, un auténtico monopolio que excluye la ley del talión. Mas todo quiebra en cuanto neguemos la legitimidad del sistema. Los independentistas no aceptan la sentencia del procés y Vox tampoco, porque ninguno de ellos reconoce su autoridad en el sentido moral y, en consecuencia, tampoco en el institucional. En cambio, el acatamiento, es decir, el reconocimiento de su potestad decisoria, no impide valorar que la sentencia es, con independencia de su contenido, un fracaso del sistema. Es lo que hace Podemos y también el PNV, por razones no tan distintas, pese a que uno lo haga desde posiciones de izquierda y otro desde la derecha nacionalista. No les falta razón. En Cataluña hay un conflicto político que se transforma en social con la potencia del alud y la sentencia no es una solución al problema sino a la infracción de las leyes del sistema. Parafraseando a Monterroso, cuando se dictó el fallo, el dinosaurio todavía estaba allí.

Poco importa que la causa desencadenante tenga que ver con la extinta posición de privilegio que CiU mantuvo durante más de un cuarto de siglo de gobierno y corrupción. Cuando, perdido su poder, se lanzó al vacío en una huída desesperada que arrastró a toda una muchedumbre previamente aleccionada en la supuesta hostilidad del Estado español; también ha contribuido que la crisis haya maltratado económica y socialmente a una comunidad que era, paradójicamente, la más desarrollada patrimonial y culturalmente, pero precisamente por eso es la que más estatus pierde.

La sentencia del procés no es más que el resultado de la propia autodefensa del sistema, que aplica la ley emanada de sus instituciones y dada por legítima, pero no resuelve el problema de una sociedad dividida en bloques cada vez más irreconciliables, porque uno de ellos cuestiona la legitimidad de una democracia que no contempla su derecho de autodeterminación. Poco importa que no esté reconocido en ningún tratado internacional ni en ninguna constitución democrática. Tampoco ninguna democracia podría legitimar el golpe de Estado franquista ni que se le otorguen honores de ninguna clase, pero quienes lo consideran su líder carismático, no son capaces de aceptar que su tiempo y sus soluciones son inadmisibles lo mismo hoy que en el 36.

Una idea sí debemos tener clara para cualquiera de las rebeliones o amotinamientos que puedan producirse: la ejecución de los rebeldes, casi nunca acaba con la rebelión, porque a pesar de restituir el orden, las ideas no mueren y los sentimientos de agravio, que siempre serán subjetivos, quedarán larvados, aún durante generaciones, en espera de mejores momentos. Exactamente como en cualquier guerra civil.

El piélago infecto. El mar puede ser una metáfora política, salvo en Murcia, donde la degradación del ecosistema marítimo se convierte en alegoría del político. La gran mortandad de la fauna marina a la que asistimos recientemente es síntoma de la necrosis del fondo marino de la laguna litoral. Con lo que si no es un verdadero mar Muerto, sí es un mar de la muerte de la flora y la fauna.

A pesar de la catástrofe, hay quien ventila recientes análisis de la calidad del agua —probablemente la que se vende embotellada en el chiringuito— que la consideran excelente, lo que demuestra que aun en las circunstancias más desastrosas, siempre hay un clavo ardiendo al que agarrarse y asido a él habrá un miembro del Gobierno regional. Ni las evidencia de la catástrofe medioambiental más grave en el tiempo del que se tiene memoria será capaz de provocarle el más mínimo rubor a quienes han consentido y permitido la sobreexplotación urbanística y agrícola de la ribera litoral.

Pero el sistema natural del hábitat, no es como el jurídico del Estado. Entre otras cosas, porque ni los animales ni las plantas son sujetos del Derecho, ni pueden confiar en un mecanismo de salvaguarda de su integridad. Tal como no hay derecho sin acción, es decir, sin un proceso específico en el que pueda reclamarse, la naturaleza no tiene tribunal que ejerza el control jurisdiccional de sus agresores. Salvo su propio sistema de regeneración. La vida surgirá de nuevo, pero mediante un proceso natural aún más lento que la justicia humana: el tiempo geológico y la resiliencia del medio. La vida no se extinguió cuando desaparecieron los dinosaurios y tampoco lo hará cuando se colmate el Mar Menor, incluso tras la desaparición de la humanidad. Hay quien aventura que será la era de los insectos, pero basta leer a Kafka para comprender que ya vivimos en la de las cucarachas.

Es dudoso que veamos sentados en el banquillo a los responsables de la catástrofe del Mar Menor. De momento, la señora vicepresidente del Gobierno regional, en un ejercicio tan voluntarista como políticamente inocuo, hace votos en estas páginas en favor de un pacto. No criticaré su pésimo ejercicio del castellano, como hace Unamuno en la película de Amenábar, pues para escribir bien se han de tener ideas y la primera sería presentarse en el despacho de su socio de coalición en lugar de invitarlo en la tribuna periodística. El tiempo los condenará al olvido antes que al exterminio, pero el tribunal humano que debiera condenarlos más temprano que tarde al ostracismo sigue siendo hoy por hoy invisible por inexistente.

Aunque la sentencia no resolviera el problema, no estaría de más su pronunciamiento, para público y general conocimiento, por si alguien tiene todavía alguna duda de por qué estamos exactamente en la supuración de una espuria y torticera incompetencia.