Lo verdaderamente triste, tanto de la DANA como de la insoportable situación del Mar Menor, es que ya se sabía que todo esto iba a ocurrir. La ecología no es una ciencia exacta, al modo de las matemáticas, pero infinidad de sucesos por todo el mundo demuestran cada vez más a las claras la capacidad de acierto de la ciencia.

Durante más de tres décadas todo tipo de estudios e informes procedentes de los ámbitos científicos han alertado sobre los procesos de degradación a los que el Mar Menor se estaba sometiendo. El fenómeno más inquietante y de más actualidad entre ellos, la trasformación agrícola del Campo de Cartagena y sus efectos en la eutrofización de las aguas de la laguna, cuenta con gráficos, números y datos que han estado a disposición de los gestores por años y años.

No hay falta de conocimiento, la ecología lo proporciona, sino falta de voluntad, de capacidad de actuación, y de apuesta por modelos sostenibles para el desarrollo. Tampoco hay falta de señales de alerta, ni de documentos, planes, informes o sugerencias de actuación. Durante estas décadas han sido abundantes las señales de ese tipo que, o bien han pasado desapercibidas o bien han dormido en los cajones el sueño de los justos. Un único ejemplo: cuando ahora se recuerda la nunca aplicada y finalmente derogada Ley de Protección del Mar Menor del año 1987 se olvida que numerosos informes o documentos, por ejemplo del Consejo Económico y Social, han ido con frecuencia recordándola y reivindicándola.

Me preguntó hace poco un amigo que cómo con tanto científico y tanto estudioso ninguno era capaz de dar con una solución inmediata a las aguas del Mar Menor. Les aseguro que entendí la pregunta, pero creo que mi interlocutor también me entendió cuando le respondí que esto es como el médico al que cinco minutos antes del fallecimiento de un moribundo se le exige que encuentre una cura milagrosa para el enfermo que no se tomó las pastillas que, en vida, le había recetado.

Los efectos de la gota fría de septiembre sobre bienes e infraestructuras también son un perfecto ejemplo sobre la capacidad de previsión de las ciencias ecológicas y del territorio. Las zonas que se iban a inundar no sólo se sabían sino que estaban perfectamente cartografiadas. Ahí están los mapas de zonas inundables para documentarlo. De hecho son muchos los científicos y técnicos que conocen y saben describir cómo se comporta el agua de las avenidas, por dónde trascurrirá y qué probabilidad hay de que los daños ocurran. Tampoco aquí nadie se muestra capaz, por décadas, de trasformar el conocimiento en acciones desde el urbanismo y la ordenación del territorio que palíen los efectos de las inundaciones.

No sé si debo ser optimista acerca de la posibilidad de que a partir de ahora los avisos ambientales surtan más efecto y los mecanismos de prevención de los impactos se instalen mejor en la manera de hacer todas las cosas. Me gustaría serlo, pero no sé si nuestros políticos y nuestra sociedad tienen los mimbres.