Soy emotivo, no reflexivo; soy emocional y poco prudente con según qué gente. Y eso me condena a parecer prepotente? ¡Vaya por Dios! si se fijan, me ha salido un pareado aquí al lado. Y es una parida. Pero una parida con sentido, porque ese es uno de mis grandes defectos. Y eso afecta a mi comunicación con algunas personas, de la cual me retraigo cada vez más, conforme me hago más viejo, encerrándome en la introspección. No es mala la introspección. Es un refugio idóneo para poder pensar más y hablar menos, y eso es bueno. Pues a nadie se ofende pensando, pero sí se puede ofender (o sentirse ofendida) hablando.

Yo ya casi que no me ofendo por nada. Pueden decirme que soy un hideput, y salvo quizá un tanto molesto, o sorprendido, y puede que ni eso, lo que no suelo sentirme ya es ofendido. Sin embargo, sí que cada vez me tropiezo con más congéneres que se sienten gravemente ofendidos por mis opiniones. La ofensa es un sentimiento gratuito que cada cual usa para marcar territorio. Cada uno pone sus líneas rojas donde quiere tan solo que diciendo las mágicas palabras «me estás ofendiendo», que es como la meada de marcaje. Pero lo cierto, la verdad, la realidad única, es que nadie tiene capacidad para ofender a nadie, tan solo existe la capacidad (o la voluntad) de ofenderse. Por eso, el 'me ofendes' es un mecanismo de protección, de defensa, si no de ataque, cuando se carecen de otros razonamientos.

A mí ya me quedan pocas ganas de librar esas batallas. Estériles batallas que solo llevan al cierre del diálogo, a la ofensa ajena y al veto de argumentos. Quizá la culpa sea mía o eso dicen mis prójimos próximos. Mi vehemencia en lo que considero importante me lleva a parecer insultante. Otro jodido pareado, bacalado. O, al menos, así me lo hacen saber: No sigas por ahí, pues ofendes y me ofendes.

Y es lo que la gente prefiere creer de mí, para así poder encastillarse en su opinión sin un diálogo abierto, por apasionado que éste fuere. Entiendo que asuste y se me acuse de irrespetuoso, pero solo tiendo a no respetar a los que no respetan, y hasta eso me lo hacen pasar como una falta de respeto, y se considera respetable. Importan poco que las convicciones se pongan como cartas boca arriba sobre la mesa. No existe una vía de doble dirección en la que uno puede considerarse insultado, pero los de la confrontación están siempre prontos a sentirse insultados. El insulto es el alimento de la ofensa, y ambos conceptos son tremendamente subjetivos, y se utilizan a voluntad de los contendientes verbales.

No obstante a esta especie de confesión personal, acato la sentencia de los que me lean y me conozcan (o crean conocerme) aunque nadie conozca a nadie absolutamente. Yo no me voy a sentir insultado ni, por ende, ofendido. No tiene ningún valor intelectual. Ni siquiera formal. Ni moral. Tan solo emocional. Serán opiniones que debo respetar, y respeto, pero no alteran ningún fondo de ninguna cuestión de ningún tema importante, pues ellos siguen estando ahí, en las convicciones de cada cual? Si esto no es recíproco, lo sentiré, pero tampoco pasará nada, no se preocupen por eso.

Dice Rafael Álvarez el Brujo, al que admiro profundamente, que «el problema que tiene la ignorancia es que se basa en la arrogancia». Es una frase de tal sabiduría que es capicúa, o sea, la arrogancia es una forma de ignorancia. Llegados a este punto, algunos, o quizá muchos, de los que me hayan seguido hasta aquí, quizá también piensen que mi forma de exponer las cosas es arrogante, que me creo sabedor de todo, y por lo tanto tan solo exhibo mi ignorancia en mis conocimientos. Touché. Si parezco arrogante, me estoy haciendo un flaco favor a mí mismo, y solo yo pago la penitencia por mi pecado. Si no lo parezco, porque en realidad lo soy, entonces soy un desgraciado digno de que se me tenga más piedad que reserva. Y si es que no lo soy y solo lo parezco, entonces es que soy tonto perdido y solo me echo tierra en mis propios ojos. Problema mío el que no sepa gestionarme a mí mismo.

Pero de lo que sí estoy convencido, precisamente, es que todos somos ignorantes de una buena parte del todo. Absolutamente todos, y hasta los de las fés más arraigadas. Todos. Y de que nadie es dueño de la verdad absoluta. Absolutamente nadie, ninguna persona, ninguna iglesia. Por lo que tan solo disponemos de acercamientos relativos (razonables, si son razonados) a los temas que tratamos. Los conocimientos de los que disponemos y que, con mejor o peor fortuna, exponemos, depende de nuestro bagaje personal (llamémosle cultural), esto es, según la perspectiva que nos da la posición que hemos elegido y el catalejo que nos acompaña para examinar las cosas, por decirlo de un modo gráfico. Cada cual, los que tiene o quiere tener.

Mi defecto, quizá mi pecado, es, posiblemente, haber leído demasiado y no saber comunicarlo. En román paladino, estar cargado sin estar preparado. Pero aún y así, eso es meramente circunstancial. Lo que sí me reconozco es el defecto de no saber nunca el terreno que piso. Llego, escucho y largo. Y eso, ni es prudente, ni es conveniente. Pero quiero que sepan que es difícil que me pueda sentir insultado, mucho menos ofendido. Otra carencia mía, quizá, que puede resultar exasperante. Pero como ese no es mi problema, la tal prudencia aconseja que sea más cuidadoso con ese mismo problema en los demás. A ver si, ahora que soy más mayor, voy aprendiendo, joer.