La celebración del misterio no puede ser profanada ni contemplada por ojos ajenos. Llega el momento en que el oficiante aparta a los que aún no han sido iniciados y no pueden contemplar los objetos sagrados, ni las benditas reliquias ni el momento mismo de la manifestación física, material y corpórea del ser supremo que comparece. Contemplar lo que no se debe mirar ha convertido a pobres seres en piedra o estatuas de sal. A veces esa divinidad es el arte mismo. De Miguel Ángel podía decirse, como de Moisés: «Mirad, ha contemplado el rostro de Dios», también él estaba convencido de su participación decisiva en la obra divina de la creación. Se sabía, como él había puesto por escrito en uno de sus sonetos, el 'martillo de Dios', su escultor y por tanto su mensajero, el difusor de su evangelio. Dolorosa misión, pues sabía en su grandeza que podría ser muy cercano al Creador pero eso le hacía único y solitario entre los hombres.

En los momentos más intensos de actividad creativa el gran artista gustaba de ocultarse. Nada debe sorprender, pues el mismo Cristo a veces había preferido actuar en secreto, en plena noche con Nicodemo, con las Escrituras extendidas sobre la mesa y lámparas de aceite iluminando la habitación; también en el momento de su primer milagro, solo posible a instancias de María en las bodas de Caná pues Jesús hubiera preferido la discreción: «Mi hora no ha llegado todavía».

Miguel Ángel prefería ocultarse tras el misterio inmediatamente antes de mostrar al mundo la cristalización de una parte de la inmortal belleza que todas las almas habían contemplado antes de separarse del Altísimo para habitar un cuerpo mortal en la tierra. La belleza material en objetos y seres destinados a perecer era la marca evidente de su origen eterno, y si reconocemos la belleza es porque la llevamos en nosotros, si somos capaces de proyectarla hacia la materia y de elaborar algo bello es por nuestra afinidad con lo divino. Miguel Ángel optaba muchas veces por velar su trabajo y ponerlo a salvo de las miradas al menos por un tiempo. Podría ser bajo el peso de la tierra, como cuando esculpió una imagen infantil al estilo antiguo y la hizo enterrar para fingir el hallazgo de un Eros, habitante de los tiempos clásicos. En otra ocasión prefirió el muro de madera rodeando su obra en el momento de la difícil gestación. Así ocurrió con su David, nacido de un bloque muerto que habían desechado escultores anteriores. El maestro superó las dificultades con una obra bella e inmortal de la que nadie supo nada hasta el momento en que su creador quiso, y por fin la mostró a todos destruyendo el entramado de tablas.

Nadie debía profanar el misterio, ni siquiera un titánico papa Giulio cuando éste le encargó la decoración de la Capilla Sixtina. Es en esta obra donde una visión terrorífica estaba destinada a reinar, aquí se percibe el brillo terrible de lo demoníaco gracias a las figuras atenazadas y contorsionadas que luchan en dura agonía por salvarse de las aguas del Diluvio; un momento ciertamente terrible y muy cercano a uno de los testimonios bélicos más impresionante de todos los tiempos, la pintura de la batalla de Cascina cuya ejecución Miguel Ángel había dejado inacabada. El pontífice burló la vigilancia del artista pues quería espiar el proceso de creación, contemplar aquello que sus ojos no debían ver aún. Fue un gran error. La ira desbordante de Miguel Ángel golpeó al sucesor de Pedro con las más gruesas y terribles palabras. El artista fue apartado del papa y los trabajos tuvieron que interrumpirse temporalmente.

Pero dos titanes siempre se reconocen y se respetan entre sí. Miguel Ángel sabía servir bien a esa espada de Marte que era el Papa cuando forjó para él una temible estatua de bronce después de su victoria sobre el sanguinario tirano de Bolonia Giovanni II Bentivoglio. La mirada broncínea del papa era demoníaca, y se decía forjada para la maldición, no para la bendición. Su Santidad se sentía complacido con estas afirmaciones. Durante el proceso de creación de tan temible obra el desgraciado Francesco Francia, que además de pintor era orfebre, pidió con insistencia verla. Miguel Ángel aceptó descorrer el velo de su obra solo para arrepentirse inmediatamente después. Cuando Francia apenas acertó a alabar el vaciado y calidad del bronce el artista estalló en cólera y expulsó al visitante de malos modos considerándolo más digno de los burdeles que del arte por haberse fijado en algo tan bajo y tan elemental como era la materia. No había sabido captar lo sublime, lo sobrehumano, el misterio terrible de aquella mirada papal digna de un Ángel exterminador.

Tras una efímera reconquista de Bolonia por los Bentivoglio la obra fue confiscada y enviada a su aliado el duque Alfonso de Ferrara para su destrucción. No tardó en mutilarla y fundirla para su artillería pero, cuenta Giorgio Vasari, no se atrevió a destruir la temible cabeza del Papa Giulio, y decidió mantener el peligroso trofeo oculto y lejos de todos; quizá para que ninguna mirada se cruzara jamás con ella, pues como una cabeza de Gorgona, llevaba la muerte en los ojos.