Este derecho no solo debería existir, sino incluso estar entre los fundamentales de la Constitución española. Pero no lo está, ya no quiero ni siquiera una ley orgánica para regular el mismo, me basta con una ley ordinaria. Y esto, por dos razones. La primera, porque la posibilidad de reír nos diferencia esencialmente de los otros animales, que no son racionales. Y, en segundo lugar, porque individual y socialmente es absolutamente necesario. Individualmente, para no morir de estrés; socialmente para evitar por un lado ciertas peleas, como por ejemplo al volante de un vehículo de motor.

Por otro lado, se mejorarían notablemente las relaciones sociales. Nos tomaríamos a risa a los cretinos y sus impertinencias y evitaríamos crispaciones, sobre todo en materia política. Esos mítines donde unos se ponen a parir a los otros, cuando lo importante es explicar a los votantes qué vas a hacer si llegas al poder. Esos rostros graves, adustos, serios, tensos o infelices los sustituiría por gestos de esperanza y buen rollo en un futuro. En el Parlamento las grescas y los reproches (a veces con faltas al respeto parlamentario y humano), están a la orden del día. Cuando lo ideal sería manejar con cierta sorna la ironía, solo si el caso lo requiere, ante la sandez escuchada desde la tribuna de oradores. Ya no digo brillantez, pues parece que es cosa de otros tiempos, donde la preparación académica dejaba callado al más pintado. Qué mosqueo, si el dedo ha llegado a introducirse en tu llaga y no tienes más argumento que el tú más.

Frente a todo eso reivindico el derecho a reír, como ha hecho desde hace algún tiempo el Colegio de la Abogacía española, para mejorar la gestión en sus despachos, de la mano de la denominada 'inteligencia emocional'. Se trata de la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos, temores y motivaciones, tanto propias como ajenas, para gestionar de forma positiva esas emociones. Están convencidos que de esa manera se podrá alcanzar mayor productividad laboral, liderazgo y hasta felicidad, gracias a la empatía. El camino para ello es el autocontrol, la simpatía, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo.

Sostienen que la inteligencia va más allá del intelecto, pues el coeficiente intelectual solo representa el 20% de los factores del éxito, siendo el 80% restante distribuido entre la suerte y la inteligencia emocional. Dicen que los mejores abogados no son las más técnicos, sino aquellos que además son emocionalmente inteligentes. Y digo yo, ahí es donde se entronca el derecho a reír, sin ofender, con la inteligencia emocional, para así diferenciarnos esencialmente de las máquinas y apartarnos de la mala sensación que produce estar siempre cabreado, gritando porque alguien no comparte nuestras ideas del tipo que sean.

A lo mejor así se evitaría la tremenda abstención que se vaticina para las próximas elecciones. Harto de estar harto, el pueblo español quieren concordia, paz, diálogo y entendimiento entre los que nos van a gobernar. Ya sería mucho pedir que se respetase el resultado de las urnas y mande quien el pueblo decida. Lo cual se resume en la urgente necesidad de anteponer el interés de todos sobre el particular de algunos.

Dejemos los insultos, las acusaciones, las crispaciones y pasemos a la inteligencia emocional, con su vertiente del derecho a la risa. No es mía la idea, pero la suscribo: «Me reiré de mí mismo porque el hombre es lo más cómico cuando se toma demasiado en serio. Si al nacer aprendemos de inmediato a llorar, ya tenemos edad de aprender a reír, o al menos a no dar esa sensación de catástrofe que reflejan algunas caras en sus discursos sociales.