En algún momento entre hace 70.000 y hace 30.000 años se produjo en el cerebro de los seres humanos una revolución cognitiva que permitió la adquisición de un pensamiento abstracto y de un lenguaje simbólico. Esta transformación daría lugar, asimismo, al desarrollo de la literatura oral, el arte y la religión. La tendencia a creer en algo trascendente permitió a los seres humanos colaborar en grandes grupos, que mantenían su cohesión debido a la creencia en unos mitos comunes, y contribuyó al bienestar de los individuos, mejorando sus posibilidades de supervivencia.

Pero el modo de vivir la religión fue evolucionando paralelamente al desarrollo cultural de las sociedades humanas. Así, los cazadores-recolectores del Paleolítico practicaban religiones de tipo animista, reverenciando los elementos naturales; el hombre neolítico veneraba a la diosa que fertilizaba los campos y hacía posible el ciclo agrícola; y los habitantes de las primeras ciudades rendían culto a un panteón de dioses, cada uno asignado a un ámbito concreto de la vida.

El desarrollo de la filosofía en Grecia constituiría el primer intento sistemático de explicar la realidad en base a métodos estrictamente racionales, y la Revolución Científica y la Ilustración extendieron la idea de que el conocimiento debía reemplazar a la Revelación como guía para el comportamiento del ser humano.

En la actualidad, la práctica religiosa parece hallarse en claro retroceso en la mayoría de los países occidentales, si atendemos al número de fieles que participan en los cultos religiosos tradicionales. Sin embargo, un análisis más detallado demuestra la existencia de creencias fuertemente implantadas que comparten con la religión tradicional el deseo de pertenencia y el anhelo de trascendencia, si bien prescinden de Dios y sacralizan otro tipo de ideas.

Así, algunos que se consideran no creyentes abrazan diversas formas de misticismo oriental, sustituyendo la oración o coloquio con un dios personal por técnicas de meditación trascendental, en las que, paradójicamente, de lo que se trata es de no meditar sobre nada, dejando la mente en blanco; y la noción de justicia divina se transmuta en un karma justiciero que igualmente premia a los buenos y castiga a los malos. Otros desarrollan una especie de panteísmo, en el que la naturaleza es reverenciada como una divinidad (que puede llamarse Gaia o madre Tierra), pero en el que igualmente subyace la idea de que el ser humano puede ser expulsado del paraíso terrenal por culpa de sus malas acciones.

Por otro lado, los hay que rinden culto a la ciencia como nueva religión, confiando sus cabezas criogenizadas a la futura victoria del conocimiento científico sobre la propia muerte. Otros, sin embargo, de lo que reniegan es de la ciencia académica y abrazan las pseudociencias, hasta el punto de sustituir la quimioterapia por los jugos de frutas, las recomendaciones nutricionales del pediatra por un veganismo tan bien intencionado como peligroso para sus hijos, y las vacunas por la confianza ciega en que el organismo sabrá defenderse por sí solo de los patógenos, sin caer en las artimañas de las malvadas farmacéuticas.

Algunos, más prosaicamente, entronizan como deidades a algunos mitos laicos, como el concepto de nación o, incluso, el de democracia. El primero justifica toda clase de desmanes e injusticias, sacrificando en el altar de la nación a los que no comulguen con los delirios nacionalistas alimentados por los sumos sacerdotes de la identidad nacional que, por su parte, se enriquecen a costa de los mismos ciudadanos a los que azuzan con el palo del agravio victimista, mientras les enseñan la zanahoria de la Arcadia feliz de la independencia. El concepto de democracia, por su parte, es sacralizado hasta convertirse en una dictadura de las mayorías, que pisotea la libertad individual concediendo al Estado el poder omnímodo de decidir lo que más le conviene a cada individuo, en función de lo que dicte el sentir mayoritario.

Los hay, por fin, que rinden culto a la religión de lo políticamente correcto, la cual incluye numerosas sectas, no siempre coincidentes en sus objetivos y métodos.

Pero lo más interesante de este fenómeno es que, al igual que sucedió con los cultos tradicionales, al poco tiempo de aparecer una religión surgen los dogmas, los guardianes de los dogmas y los tribunales inquisitoriales en los que se inmola a los que discrepen de los postulados de la nueva fe. Así, nos sentimos a gusto dentro de un grupo con el que compartimos mitos y creencias, a la vez que experimentamos una innata prevención hacia los que no pertenecen a él, y nos creemos amenazados por cualquiera que se atreva a cuestionar alguno de los dogmas grupales. Nuestra mente, por otra parte, opera de forma menos racional de lo que solemos creer: primero selecciona, de manera intuitiva, las opciones que defendemos, y después busca los argumentos más o menos racionales con los que justificamos nuestra elección.

Pero sin libertad para pensar, y para discrepar, el conocimiento se estanca. Y cuando nos creíamos a salvo de la intolerancia de otras épocas, se ha impuesto una forma sutil pero efectiva de censura: la estigmatización social del que se atreva a cuestionar el pensamiento dominante. Resulta irónico que el racionalismo que invadió Occidente tras la Ilustración, en el fondo, solo sirviera para cambiar el objeto de culto, y no para hacernos más prudentes con lo que creemos saber, más críticos con nuestras propias intuiciones y más respetuosos con las opiniones y creencias de los demás.

Por otro lado, no cabe duda de que las Iglesias tradicionales deberían realizar una profunda reflexión acerca de lo poco atractivas que resultan para una gran masa de personas que, sin embargo, siguen buscando desesperadamente algo en lo que creer.