Franco cautivo, desarmado y de rodillas, rapado al cero, en los huesos, obligado a cantar La Internacional con el puño en alto, y a cantarla sin titubear, con fervor, con la amenaza de un culatazo siempre rondándole la nuca. Cántala bien fuerte, Paquito, como hay que cantarla, o te vas al paredón con dos hostias de regalo.

Franco saliendo de un cuartel militar en Ferrol, escoltado, por una masa de gente a uno y otro lado de la calle; hombres, mujeres y niños que le gritan, le insultan, le escupen, con el gesto de odio algunos, pero otros por simple inercia, por borreguismo, porque sí la mayoría de ellos, mientras sus guardianes lo obligan a seguir avanzando a empujones. Franco obligado a recorrer así la Calle Mayor de su pueblo, obligado a sufrir golpe a golpe el Vía Crucis de su paseíllo.

Franco en una celda oscura, húmeda, muerto de frío y de hambre, tiritando siempre, con los ojos hundidos y los pómulos y la mandíbula asomándole monstruosamente a la cara, como si su propia calavera le anunciara ya la muerte, carcomido por la tuberculosis, y cada vez más parecido a los otros cinco presos con los que comparte los cuatro metros cuadrados de celda, el rancho aguado de cada día y el agujero en el suelo.

Y también la mujer de Franco. Sola, humillada en el pueblo por las miradas y la maledicencia. Obligada a llevar su embarazo entre el miedo y la vergüenza. La mujer de Franco dando a luz en un hospital en el que la asisten los mismos que tienen a su marido preso, los que le sacan el bebé y no la dejan siquiera abrazarlo, ni verlo. Se ha muerto, Carmencita, no tienes nada que ver. Y se lo llevan a escondidas, para siempre.

Franco en el paredón, sin siquiera una venda en los ojos, cagado literalmente de miedo ante el pelotón de fusilamiento. Esa va a ser la última sensación que tenga en su vida. Toda su vida, todas sus grandezas y sus mezquindades, sus odios y sus temores, sus ideales, su fe y sus dudas, sus esperanzas, todo, reducido a la mierda que le apelmaza la entrepierna y a esa humedad que le hiela los muslos y el alma. Esa es la última sensación que tiene antes de escuchar el carguen, apunten, fuego.

Y Franco por fin muerto, recién fusilado, cayendo como a cámara lenta, aún caliente, en la fosa común de una cuneta; sus brazos y sus piernas, su cabeza, su cara, que ya no es su cara sino la de nadie, y su cuerpo confundido en el anonimato de otros cuerpos, igualado por la muerte con todos los demás. Franco, que ya no es Franco, cubierto de tierra, sepultado sin una señal que marque el lugar, sin losa, ni nombre, ni cruz, ni nada, oculto en un camino que será una carretera asfaltada, con un quitamiedos por toda lápida. Franco olvidado para siempre en los márgenes de la Historia.

Un dictador no se merece todo eso. Ni un dictador ni nadie. A mí no me gustaría que pasara algo así, o que hubiera pasado. No me gustaría nada, nunca, que un dictador, o cualquier otro ser humano, hubiera tenido que vivir y que morir de esa manera. No me gustaría ver a Franco en una cuneta. En eso nos diferenciamos. De él, y de los suyos.