Cuando era muy pequeño, a Luis le daba mucho miedo el monstruo que vivía debajo de su cama. Años después lo echaría de menos, años después hubiese deseado que, en realidad, existiese algún ser, por terrorífico que fuese, al que poder pedir ayuda o abrazar cuando se refugiaba allí debajo, huyendo de los golpes y los ruidos que llegaban desde más allá de su dormitorio; golpes y ruidos provocados por un auténtico monstruo, uno de los que hace daño de verdad, uno de los que deja marcas.

Luis no se había dado cuenta, María, su madre, tampoco, pero el monstruo, el que vivía fuera de su cama, los había ido arrinconando.

María no tenía voz ni voto; Luis, menos.

La familia de María recibía una postal en Navidad escrita por el monstruo y firmada por los tres. Esa era la única comunicación que mantenían, pero ellos tampoco necesitaban mucho saber o querían saber mucho más. «El casado casa quiere» o «El matrimonio es cosa de dos», había escuchado desde siempre María en casa de sus padres.

María y el monstruo se fueron a vivir a las afueras, a una zona de montaña en la que no había más vecinos que animales, pequeños insectos, árboles, piedras y cosas así. El pueblo más cercano quedaba a diez kilómetros. En esa casa había nacido Luis, sin más asistencia que la de su propio padre. «Desde que el mundo es mundo, las mujeres han parido solas, no me seas floja», le había dicho su padre a su madre aquel día.

Todo lo que sabía Luis lo había aprendido en casa. Su padre decía que nadie le iba a decir a él lo que necesitaba su hijo saber. Todo lo que sabía María lo había tenido que desaprender y quedarse con las nuevas enseñanzas de su marido.

Tenían un solo coche y un solo teléfono y, desde luego, ambos pertenecían al cabeza de familia. Ya se había encargado él de que María no se sacase el carnet y, faltaría más, María no podía trabajar. ¿Qué era? ¿Una cualquiera? ¿Acaso era poco trabajo cuidar de su hijo, su marido y su casa? Si ella tampoco valía para mucho más. Además, lo poco que hacía tampoco lo hacía bien.

El monstruo era mecánico en un taller en el pueblo más cercano. Allí era un hombre tranquilo, cordial y trabajador, de los que siempre saludaba. Así que pasaba casi todo el día fuera. Aunque nunca el tiempo suficiente para que reinara la calma de nuevo en aquella casa. En esa casa se podía sentir la tensa espera, era como un manto pesado que cubría el hogar y les oprimía el pecho y les borraba la sonrisa. Deambulaban por la casona con la sensación de estar haciendo algo mal, algo que haría que, cuando llegase el padre, montase en cólera.

Su madre trataba de convencer a Luis de que su padre era un buen hombre, pero esta era una tarea un tanto difícil. «Que papá está cansado, que trabajaba mucho, que se preocupaba mucho de que nada nos falte, que no es cariñoso, pero nos quiere» y cosas por el estilo que le costaba (y mucho) creerse a Luis pues en nada se parecían a las actitudes de los padres de las películas y los libros que papá traía del pueblo y, sobre todo, no encajaban con las palabras que papá decía a mamá: «puta, fresca, inútil, no te quieren en tu casa» ni con los golpes que ella recibía ni con sus llantos ni con las amenazas: «Si intentas escaparte, no lo cuentas», «Si me dejas, te voy a dar donde más te duele». «A mi hijo ni lo toques», respondía mamá en un hilo de voz temblorosa y mamá solo respondía cuando el monstruo hablaba de él: «A mi pequeño ni tocarlo».

La casa era cada vez más pequeña; el aire, más irrespirable; el cuerpo de María, cada vez más delgado; sus ojeras, más marcadas; María no aguantaba más. María, cada día, aguantaba un poco más por su hijo.

Hasta aquella tarde. Aquella tarde cambió todo. El padre había llegado temprano del trabajo y de buen humor. Ninguna de las dos cosas era habitual. Se puso a jugar a las cartas con el pequeño. El padre ganaba siempre. Era mejor jugador. El niño le dijo: ¡Estás haciendo trampas!». El padre se convirtió en el monstruo, que era cada vez más a menudo, y sin levantarse de la silla y por encima de la mesa, le soltó un tremendo bofetón que no se esperaban ni Luis ni María ni los tres dientes que salieron disparados de su boca. Las cartas se empaparon de la sangre fresca que manaba de la boca, el oído y la nariz de Luis.

«¡Eres un hijo de puta, a mi hijo no lo toques!», gritó María enfurecida como nunca.

«Cállate y limpia al crío, no te quedes como un pasmarote», ordenó el monstruo a María, que obedeció sumisa. Luis no podía ni llorar.

Esa noche María se acostó junto a su hijo, se abrazaron en silencio con más amor y con más miedo del que pueda existir en el mundo, hasta que el padre irrumpió y le ordenó que regresara a la cama conyugal. Ella no quería y la arrancó de los brazos del hijo, entre sollozos, sollozos de ambos. Le había preparado amorosamente un vaso de leche para que la ayudara a dormir y tanto, iba aderezado con relajantes y odio. La necesitaba bien dormida.

Cuando estuvo dormida y bien dormida, le susurró para asegurarse de que efectivamente lo estuviera: «Te dije que te iba a dar donde más te duele».

Se levantó de la cama sin que María notase la falta ni ponerse las zapatillas. Caminó silencioso como los animales que habitaban el vecindario hasta el dormitorio del hijo. A nadie podía querer María más que a su esposo, faltaría más.

Luis se había quedado dormido debajo de la cama, en busca del monstruo bueno que antaño la habitara. El padre lo encontró con facilidad. No era la primera vez que dormía allí debajo. Lo agarró de la cabeza y tiró hacia él, como cuando hacía siete años lo había ayudado a nacer en aquella misma casa. Sacó solo la mitad del cuerpo de su durmiente hijo y así mismo empezó a apretar su frágil y blanco cuello con tanta fuerza que Luis no lograba emitir ningún sonido y hasta que sus piernas y brazos dejaron de moverse.