Issaiha Berlin sostiene que en determinados momentos históricos el carácter y la personalidad de algunos sujetos es la variable decisiva en el curso de los acontecimientos. Casi podría decirse que en eso consiste la aspiración al poder: en el deseo de resultar decisivo como individuo y con la propia forma de ser en la historia de muchos otros.

Por eso resulta tan desalentadora la mediocridad predominante entre nuestros políticos y tan inquietantes las personalidades histriónicas y bravuconas que gobiernan grandes y poderosos estados con influencia mundial. Aunque lo realmente perturbador es que todos ellos han alcanzado el poder por la elección de sus conciudadanos.

Ciertamente, el carácter es probablemente el bagaje más importante de un político. La delirante personalidad de Hitler embaucó a todo un pueblo mientras la determinación de Churchill alentó la de los británicos y el sentido de la independencia de De Gaulle representó a los franceses de su tiempo, como la magnánima disposición a la reconciliación de Mandela convenció al suyo. La historia de las naciones está hecha, entre otras cosas, de la personalidad de algunos individuos con el poder suficiente a lo largo de las tesituras más decisivas.

Darle forma a la historia con las propias decisiones y convicciones sobre los asuntos requiere, en efecto, poder, pero en el fondo quien lo tiene aspira a algo más sutil y valioso: la autoridad, es decir, el reconocimiento público y general de la valía de lo que se es y de lo que se sabe hacer. Mientras el poder consiste en la capacidad de obligar a su obediencia, la autoridad en cambio solo surge mediante el deseo ajeno de su reconocimiento. De ahí que, si bien el poder se tiene si se evita perderlo o que otro te lo quite, la autoridad solo se consigue si los demás te la dan libremente y sin coacción alguna.

Tener autoridad es la forma más elevada del reconocimiento y, en el fondo, es lo que aspiran a conseguir los poderosos, pues el poder sin autoridad es el síntoma de su fracaso. El romanista Rafael Domingo insiste, desde la noción latina de «auctoritas», que la autoridad es la respetabilidad de un saber públicamente reconocido. En la estatuaria clásica los dos dedos juntos y erguidos -el índice y el corazón- simbolizaron esa autoridad frente a la mano alzada y enfrentada que representaba el poder.

Resulta casi un sarcasmo pensar que nuestros líderes políticos pudieran tener autoridad. Y no es porque hayan conseguido unas titulaciones de forma más que dudosa, escrito libros de autoría ajena o apenas hayan ejercido ninguna otra profesión que la de políticos aspirantes desde su primera juventud. Es que con su conducta confirman todo lo que cabía sospechar a la luz de lo demás. Pero no es una anomalía hispánica sino parte de un proceso que afecta al conjunto de las democracias actuales, también a las más escrupulosas.

Por eso, no es exactamente su autoridad lo que hizo triunfar a Trump, Putin, Johnson o Salvini. Más bien se les eligió por su falta de complejos para el ejercicio del poder sin mayores miramientos. Es decir, se les dio el poder por desearlo con suficiente obstinación. El sociólogo Richard Sennett cree que «este juego sin autoridad hace surgir un nuevo tipo caracterológico».

En efecto, cuando los políticos con éxito carecen de cualquier asomo de autoridad se hace visible que los ciudadanos que los elijen no buscan caracteres capaces de ejercer el poder con equilibrio, pues lo que aprecian es el mero carácter con poder, aunque sea con la forma de cierto encanto, como es el caso de Macron o Trudeau. En unos casos y otros, la relación entre carácter y política se reduce a la fascinación o el magnetismo de la personalidad del político que fácilmente deriva en una idolatría boba, y, en el fondo, en una autoproyección narcisista con la pretensión de poseer esos mismos rasgos.

La prueba de la reducción de la política al carácter de los políticos la hemos tenido estos últimos meses en nuestro país. Al contrario de lo que cabría esperar, es sabido que las dificultades para formar gobierno no estaban en las diferentes concepciones de la Administración Pública, la imponente deuda, el sistema fiscal, la enseñanza o la sanidad pública, por ejemplo, sino en la incompatibilidad de caracteres y la guerra entre los egos de unos líderes bisoños en lo político salvo para conquistar y retener el poder en sus respectivos partidos, pero que ni en conjunto ni por separado tienen apenas sabiduría política, experiencia de gobierno, ni de negociaciones y pactos.

Sin embargo, lo peor de todo es la indolencia general con la que los ciudadanos recibimos la que es, seguramente, una de las mayores irresponsabilidades de la clase política española desde hace cuarenta años: dejar al país sin gobierno y convocar unas elecciones en puertas de una sentencia que el independentismo lleva meses anunciando como la ocasión para el segundo órdago callejero al orden legal, con un panorama internacional dominado por enormes incertidumbres como el Brexit y la imprevisible actitud norteamericana ante cualquier incidencia, y con un enfriamiento económico que levanta de nuevo el espectro de una posible recesión de incalculables consecuencias sociales.

Nada de lo anterior les ha parecido suficiente a nuestros políticos, todos ellos muy fotogénicos, para tomarse en serio lo de guardar sus pasiones y formar un gobierno estable y con apoyos que pudiera, al menos, afrontar las dificultades que aguardan apenas en semanas.

Todo lo ocurrido debería hacernos revisar el enorme poder que los partidos tienen en nuestro sistema democrático y los efectos que ha tenido la elección de los candidatos por los militantes, una exigua minoría entre los votantes, y con frecuencia también la más forofa y menos propensa a las concesiones. Pero, sobre todo, debería hacernos ver que los problemas de un país no los van a resolver los políticos, y que el único carácter decisivo es el de las sociedades que los sostienen. Y me temo que esto empeora nuestro problema.