Los siempre evocadores fósiles que contemplamos en los museos fueron un día plantas que daban su fruto o animales cargados de vida. Un acontecimiento inopinado que la corriente del tiempo dejó atrás hace innumerables años paralizó esa existencia, terminó con estos seres convertidos en caprichos pétreos de la naturaleza, en estatuas o relieves que una misteriosa mirada de Medusa había confinado en el interior de una roca. En estos términos podemos entender la biografía del compositor Evaristo Fernández Blanco, un hombre que pudo ver su existencia como artista truncada y su nombre casi borrado del libro de los vivos.

El alma leonesa del compositor se mantuvo fiel a sus orígenes musicales y sin embargo fue capaz de abrirse a las corrientes de la composición europea. El año 1920, en plena juventud, estrenó su Vals Triste y demostró con ello no solo una íntima comunión con el alma popular sino que conocía perfectamente la obra de Jean Sibelius. Las puertas de Europa se abrieron para el compositor cuando Conrado del Campo facilitó su estancia en Berlín para estudiar en principio con Arnold Schönberg, aunque finalmente se puso bajo el magisterio de Franz Schrecker. Tras los años de formación su obra como compositor entraba en una fase de madurez que culminó en el período que iba desde mediados de los años viente hasta la Guerra Civil española.

Fernández Blanco formaba parte de una generación que propugnaba la renovación musical del país, y así colaboró con el Grupo de los Ocho, próximo a la Generación del 27. Pero su rechazo al conservadurismo fue más allá de la dimensión estética y de las formas musicales, por ello colaboró activamente con el bando republicano al estallar el conflicto. Tras la victoria franquista engrosó la lista de los vencidos y su vida fértil como compositor quedó reducida al silencio, encadenado a una serie de trabajos alimenticios. Entraba así en su particular y personal exilio interior, una cárcel de silencio en la que paulatinamente fue dejando atrás la composición.

En medio del ostracismo al que se vio confinado en vida, solo logró escribir en 1942, tan solo una año antes de la muerte de su esposa, su Obertura Dramática. Esta obra, considerada una aportación magistral al sinfonismo español del siglo pasado no fue compuesta, sin embargo, para su pronta representación pública, así lo sugieren las citas musicales expresas a canciones del bando republicano como la Varsoviana y la Internacional. La obertura, destinada a quedar encerrada en un cajón, refleja todo el dolor de un alma aislada y la amargura por el triunfo del fascismo que supuso para él personalmente el final de su carrera y para el conjunto del país la noche de piedra de la dictadura. No exenta de un tono épico, tocada de un profundo patetismo, la obra ilustra no sólo la pena por la derrota, si así fuera sería meramente una obra partidista, sino la amplitud de la catástrofe colectiva que significaron los conflictos del siglo XX, esa serie de huracanes devastadores que borraron para siempre los ideales de una civilización y un modo genuino de entender la vida que hubieran podido renovar en unos casos y superar en otros la cultura europea por senderos que nunca conoceremos.

En lugar de lo cual, el mundo se precipitaba a través de la muerte y la destrucción hacia un destino final presidido por el triunfo de la industria de guerra, un mundo en el que habían de reinar los dogmas economicistas de la religión mercantil unidos a la razón técnica más fría. No sorprende que las salvas que inauguraron el comienzo de la nueva era resultaran dos explosiones atómicas.

Cuando Fernández Blanco murió lo hizo cargado años y rodeado de un silencio general, como lamentó Carro Celada en un artículo en el que recordaba la figura del artista. Con la transición a la democracia, y todavía en vida del compositor, se había dado, al menos, una leve recuperación de su obra, lo que llevó a estrenos y grabaciones que en cierta medida rehabilitaron su memoria. Quien ama la música le recuerda no obstante el muro de silencio, tiempo y olvido. José Luis Temes llegó a dirigir su obra, Alberto González Lapuente pergeñó además una bella semblanza del compositor en su programa radiofónico Músicas de España y finalmente su figura ha sido objeto de atención en un ensayo académico escrito por Julia María Martínez-Lombó y publicado en la Universidad de Oviedo. Ahora Evaristo Fernández Blanco es un capítulo venerable y digno de la cultura española. Nos mira desde los libros de historia de la música, testigo de un mundo perdido, como un fósil en un museo, y nos recuerda que un día fue aliento, vigor, inquietud y vida.