Aunque parezca increíble, antes del siglo XIX no se conocía la existencia de los dinosaurios. Y no solo eso, sino que su aparición provocó muchas reacciones escépticas y negacionistas. No era para menos, pues suponía un cambio importante para la historia de la Tierra, y golpeaba las creencias de ciertos grupos. El orden natural imaginado de las cosas, que no el orden natural a secas, saltó en pedazos. La historia del planeta había cambiado para siempre de manera irremediable.

Pero ¿qué pasa con los humanos en sí? En 1863, siete años después del hallazgo de unos restos óseos cerca de Düsseldorf, William King señaló que se trataba de una especie distinta. Se acababa de catalogar al neandertal y la historia de nuestra especie había entrado en una fase revolucionaria que dura hasta nuestros días.

No nos quedemos en la prehistoria, ya que el avance de las técnicas científicas tiene mucho que ver en su desarrollo. Miremos a la Unión Soviética.

Tras su disolución, los historiadores tuvieron acceso a toneladas de documentos que hasta entonces se habían ubicado lejos del alcance de sus ojos. Con esa nueva información, la historia de la URSS cambió irremediablemente. Aquí es donde encontramos los historiadores y divulgadores un problema, el choque entre la historia imperante en el momento y la ‘nueva’ historia que llega y barre lo que creíamos conocer. El pasado ya no es lo que era. Da vértigo, hay que reconocerlo.

Hasta aquí puede que todos estemos de acuerdo, porque no somos rusos (y si lo es usted, entienda a qué me refiero y disculpe mis palabras) ni transitamos el siglo XIX para que nos ofendan los dinosaurios. Ahora bien, ¿qué pasa con el dictador Francisco Franco? En este país, uno de los escribientes de historia que más ha escrito sobre el franquismo, Pío Moa, también es uno de los mayores usuarios de la mala praxis. Ignora documentos, hace gala de quiebros y requiebros para ajustar su relato y, en definitiva, no sigue la senda de la honestidad. Curiosamente ese problema suyo con el uso de las fuentes también se lo recrimina su otrora compañero César Vidal. Moa, en definitiva, sigue los pasos a pies juntillas de algunos cronistas del régimen, como Ricardo de la Cierva.

Pero ¿qué pasó tras la muerte de Franco? El final de la dictadura dejó libres de pies y manos a los historiadores, dejó libre a la educación, y se pudo volver la mirada al pasado sin los filtros del régimen. La documentación afloró, se cotejó con los archivos en el extranjero, y el trabajo de los historiadores siguió su rumbo.

Eso, para algunos, es poco menos que una afrenta.

Los sucesos son los que son, pero a veces son ocultados o contados de manera parcial. Por eso el trabajo del historiador es ingrato muchas veces, luchando para formarse una idea de un pasado fragmentado, borroso. Incluso la sobreinformación puede ser un problema, un fenómeno que para los estudiosos del siglo XX y el XXI ya es un escollo: navegar en una jungla densa y asfixiante de informes, memorias, actas, cartas, emails, leyes, entrevistas, periódicos... puede ser igual de problemático.

Pero vayamos más allá. Nuestros intereses, los de nuestra especie y los nuestros propios como individuos, cambian. Estaremos de acuerdo en eso. Pues bien, en la segunda mitad del siglo XX, los historiadores, hartos de la historia política y militar, se interesaron por nuevos temas: mentalidades, mujer, mendicidad, prostitución... Muchos temas que hasta ese momento no se habían investigado, muchos asuntos de interés que son tan eminentemente humanos como Fernando III, los Reyes Católicos o Fernando de Magallanes.

Ese nuevo enfoque ayudó a ampliar el conocimiento del pasado y, en ocasiones, a cambiar nuestra concepción del mismo. ¡Y hoy en día seguimos en ello! Las nuevas preocupaciones, como el cambio climático, las diferencias entre géneros o las migraciones nos han llevado a mirar al pasado e investigar cómo han influido estos asuntos en la historia.

La historia está en constante cambio, pero no se preocupe, no es asunto de nuevo cuño.