No debemos confundir la memoria con la Historia. Esta última es una ciencia dedicada a construir un relato del pasado objetivo y neutral, basado tan sólo en fuentes contrastadas y sometida a la crítica científica de la comunidad. Porque en las ciencias no hay verdades absolutas e incontestables, sino postulados derivados de las pruebas y sujetos a la duda razonable. Los dogmas son territorio de las religiones.

La memoria es un instrumento frágil, pero necesario. Ahora que las teorías educativas denostan el aprendizaje memorístico, convendría recordar que el ser humano, como muchos otros animales, no habría podido sobrevivir sin ella. Gracias a la memoria sabemos qué es comestible y qué no, qué cosas son peligrosas, dónde debemos ir, cuál es el camino a casa. Algunas de las enfermedades más terribles, como el Alzheimer, devoran los recuerdos, despojándonos de lo más nuestro.

Pero la memoria, que nos permite saber quiénes somos, es voluble y tornadiza. A menudo nuestro cerebro modifica los recuerdos para mostrarnos una versión de nuestra propia historia que nos resulte soportable. Cuántas discusiones familiares han surgido porque un mismo hecho, vivido por varios parientes, es recordado de manera diferente por cada uno de ellos. Por eso no debemos confundir la memoria con la Historia. Esta última es una ciencia dedicada a construir un relato del pasado objetivo y neutral, basado tan sólo en fuentes contrastadas y sometida a la crítica científica de la comunidad. Porque en las ciencias no hay verdades absolutas e incontestables, sino postulados derivados de las pruebas y sujetos a la duda razonable. Los dogmas son territorio de las religiones.

Nuestro recuerdo íntimo del pasado es muy corto. Si no fuera por la Historia apenas sabríamos cómo era el mundo hace cien años. Conocemos nuestra historia personal, la de nuestros padres y quizás la de nuestros abuelos, pero raramente somos capaces de trepar más por el árbol de nuestra genealogía. Muchos lectores serán incapaces de nombrar a sus bisabuelos, ni de saber de dónde provenían, qué gustos tenían o a qué partido político apoyaban. Pero lo más dramático es que esa información fugaz que tenemos (nuestros padres, nuestros abuelos?) se perderán sin remedio en un par de generaciones.

Cuando murieron mis padres mis hijas eran aún pequeñas. Vivían en esa felicidad infantil en que todos los parientes son iguales y apenas se distinguen líneas familiares. La conciencia de que yo no seré capaz de transmitirles todo aquello que mis padres me contaron de sus antepasados me angustiaba. Tantas historias que oí contar en mi infancia y que ahora no son más que una montaña de vagos recuerdos deformados.

Por eso un día ocioso, hace meses, me decidí a investigar los nombres de mis ancestros en internet. Descubrí que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (conocidos como mormones) llegó a un acuerdo con el obispado de la diócesis de Cartagena para digitalizar todas las partidas de bautismo, matrimonio y entierro de las distintas parroquias, y que pueden consultarse libremente en la web.

Rastreando con paciencia, y perdiendo unas cuantas horas, el lector puede ascender hasta el siglo XVII o incluso más, relacionando padres, hermanos, esposas e hijos y elaborar fácilmente su árbol genealógico. De hecho, según tengo entendido, la finalidad de los seguidores de esta iglesia es conectar genealógicamente a todos los humanos con el padre Adán; pero mientras ultiman los detalles podemos recuperar la memoria más allá de nuestros abuelos. Así supe por ejemplo que mis bisabuelos Manuel Cremades Alarcón y Carmen Font Navarro (abuelos de mi madre) contrajeron matrimonio en Puerto Rico en 1899, de donde volvieron a principios del siglo XX con un par de hijos, estableciéndose en Alicante. El resto queda a la imaginación, hermana siamesa de la memoria, ¿cómo vivieron la guerra hispano-estadounidense, ocurrida un año antes? ¿cómo se conocieron? ¿cómo fue su noviazgo? Historias que no interesan a nadie salvo a quien se sienta concernido por el relato genealógico que nos une a nuestros ancestros. Por la vía de 'Bautista' he podido ascender más, llegando hasta finales del siglo XVII, con Gregorio Bautista, vecino de Beniaján, y hasta he sabido (por la misma fuente) que un José Bautista que pudiera ser descendiente de Gregorio (y archiabuelo mío) llegó a Nueva York como inmigrante en 1820. No me digan que no es fabuloso?

Pero la capacidad de internet para ofrecernos herramientas con las que reconstruir el pasado y luchar contra el olvido no termina ahí. En la Región de Murcia contamos con dos hemerotecas digitales (una municipal y otra regional) que permiten el acceso abierto a periódicos y revistas de publicación local y con una detallada búsqueda pude saber que mi bisabuelo, Gerónimo Bautista Ruiz, panadero de la Plaza de Camachos, dio 50 pesetas el 6 de diciembre de 1896 para el auxilio de los soldados que volvían de las guerras de ultramar, o que su padre, José Bautista García (nacido en 1837) fue vocal del partido republicano federal de Pi y Margall y compañero de correrías de Antonete Gálvez.

Quizás algún día con todos estos datos me decida a escribir una historia. De momento me conformo con recopilarlos para que, cuando yo falte, tengan mis hijas un asidero al que agarrarse para luchar contra el olvido.