Faltaba media hora para acabar nuestro turno cuando el sargento Doyle me pidió que lo acercara a la iglesia del distrito. Había quedado con el Pater Nicolás. Eran viejos amigos y se veían de vez en cuando para comentar cómo iban las cosas por el barrio. Mientras conducía hasta allí, el sargento me contó quién era aquel tipo.

Para los chicos de aquel distrito, donde las flores de los jardines de infancia se polinizaban con pólvora, el viejo sacerdote era la única figura paterna digna de tal nombre. Padres ausentes, madres sobrepasadas y niños que cambiaban demasiado pronto los dientes de leche por unos de acero. El Pater flotaba en medio de todo aquello. Una tabla en el naufragio, una luz en el camino. La iglesia del Pater Nicolás era modesta, pequeña, acogedora. El propio Pater enceraba los bancos cada dos meses y se encargaba de que siempre hubiera velas encendidas para que nadie se sintiera solo en el templo vacío. La luz era escasa, los santos miraban de reojo y el confesionario tenía vetas de madera atormentada. Los chicos del barrio pasaban por allí de vez en cuando. Hablaban. El Pater les escuchaba.

El sacerdote nos esperaba en la sacristía con una cafetera humeante. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de los cirios y el incienso. El sargento me lo presentó e hizo un gesto para que me sentara con ellos. El Pater era un tipo pequeño y enérgico, de piel bronceada y cabello blanco muy corto. Por su aspecto, podría tener entre cincuenta y setenta años. El sargento y él se trataban con consideración y aprecio. Estuvieron charlando un rato y el sargento le puso al corriente de las andanzas de algunos chavales del barrio.

—Yo no soy un pastor y esos chavales no son corderos —dijo el Pater—. Ya sabe que no lo son, sargento. Algunos de estos chicos nacen corriendo hacia una bala que aún no ha sido disparada. Hablaré con las familias, claro. También hablaré con ellos.

El sargento asintió, apuro su café, se despidió del Pater y nos marchamos. Ya en el coche, me contó de qué iba todo aquello.

—Nuestro trabajo, novato —dijo Doyle—, es solo una parte dentro de algo mucho más grande. Todo cuenta. Ese viejo accede a lugares que no pueden tocarse con las manos. El Pater camina sobre las aguas de los charcos y accede a lugares donde pasear se considera un deporte de alto riesgo. Lugares donde cualquier otro sólo entraría con una sotana antibalas.

Cuando estábamos llegando a la comisaría, el sargento me confesó que conocía al Pater desde hacía cuarenta años, cuando ambos coincidieron en una prisión de máxima seguridad. El sargento Doyle era entonces un policía novato que hacía turnos de traslado de detenidos. El Pater, que todavía no había encontrado la luz de su vocación, era uno de los reclusos más peligrosos de aquel lugar.