Quienes pretendan tener una idea cabal de la civilización no deberían reparar tanto en los pretendidos logros del progreso, pues son fundamentalmente técnicos y por tanto muy poco humanos. Más que recordar la llegada del hombre a la luna o las misiones espaciales, hay que orientar la mirada hacia las profundidades, hacia el crimen y la miseria; no hay más humanidad en los museos que en las prisiones o en los manicomios. El hombre no es más genuino cuando pinta un lienzo o compone una sinfonía que cuando hiere o mata a un semejante. Una perspectiva completa debe abarcar también las zonas más sombrías y peligrosas de la conciencia.

Salvo Montalbano, el célebre comisario creado por Andrea Camilleri, desarrolla su actividad en la localidad imaginaria de Vigàta. La mayor riqueza del personaje no es tanto su inteligencia y astucia para resolver los misterios que rodean al delito, elemento clásico de las novelas de detectives, sino su fortaleza psicológica que no se limita a ser un instrumento ejecutor de la ley ni un simple funcionario que de manera racional, desapasionada y fría pone en marcha sus capacidades para esclarecer un crimen. Montalbano tiene un alma que sufre ante los padecimientos humanos, su ser íntimo acusa las cicatrices de los dramas que contempla, y sobrevive a ellos no sometiéndose al dictado de la maquinaria administrativa para la cual trabaja; por eso llega a desobedecerla, viola los protocolos de los registros, allana propiedades o practica interrogatorios de manera poco ortodoxa.

En muchas ocasiones se presenta Montalbano al lector como un hombre que ha encontrado en ciertos placeres los medios para vivir en el mundo hostil que las novelas de Camilleri describen. Y así encuentra consuelo en el amor por Livia en una relación no exenta de dificultades; muestra una indulgencia tolerante y casi paternalista hacia sus subordinados que comparecen con rasgos recurrentemente cómicos cuando olvidan o deforman constantemente el nombre de los testigos que acuden a comisaría, pronunciando un italiano dialectal lleno de equívocos o cuando cierran invariable e inopinadamente la puerta de un portazo para espanto de propios y extraños.

Son elementos de ternura y humor costumbrista que se unen a la buena disposición de Montalbano hacia la contemplación del paisaje, del mar y la luz que bañan la costa del sur del país, de los cielos estrellados y los paseos nocturnos. Montalbano es el hombre de la fuerza y la ley, pero más aún de la inteligencia y de los placeres de una civilización con rostro humano; de la buena gastronomía italiana por la que siente devoción, respeto e interés y cuyo disfrute sereno y pausado es como un remanso de paz y una ocasión para rendir culto a la sociabilidad; a la par se encuentra la lectura de libros escogidos o la buena conversación con personas inteligentes.

Todo ello conforma el universo de su personalidad que además es un sistema defensivo frente al universo subterráneo de Vigàta, resumen y condensación de nuestra época cruel y deshumanizada, en el que familias mafiosas que se reparten áreas de influencia son ya elementos del paisaje y constituyen, por así decir, instituciones toleradas aun siendo ilegales; es un mundo marcado por la violencia contra las mujeres que son objeto de explotación sexual, tráfico ilegal, secuestros y torturas, a veces de manera individual por hombres particulares y concretos o antiguas parejas, a veces de manera organizada por grupos criminales; es un mundo de ladrones a diferentes escalas, desde rateros y allanadores que de repente dan con un hallazgo inesperado hasta bandidos de cuello blanco que amparados en un sistema económico, digamos permisivo, traman audaces operaciones o simulan arriesgados robos contra los mismos poderes para los que trabajan; un mundo en el que los medios de comunicación se pliegan a la demanda de grupos de interés y se emplean como portavoces de poderes fácticos y opacos según la ocasión demande.

En todos los casos el célebre comisario siente una compasión tan indisimulada, franca y sincera hacia los desfavorecidos de la fortuna como abierta es su repulsa contra aquellos que golpean con la fuerza de su poder a los indefensos. Y en un mundo oscurecido por intereses sórdidos o bajas pasiones Camilleri nos ofrece el sorprendente, pero reconfortante espectáculo, de un servidor público que no defiende sola y exclusivamente la ley sino que profesa, contra viento y marea, la causa perdida de la humanidad.