El pasado 21 de julio, mi hijo Martín (11 años, espectro autista, una de las personas más amorosas y curiosas, tambien indómita, que ha pisado nunca el planeta) se escabulló de casa, subió a jugar a la azotea y se cayó desde allí. Murió casi en el acto.

El martes 23 tuvo lugar la cremación. Ese día no hubo Amor a presión, por primera vez desde, si la memoria no me falla, 2013. La mezcla de espanto, culpa y pena en que se ha convertido mi vida me impide leer, mantenerme al día, conversar con los amigos y, por supuesto, escribir. Ya no puedo mantener este espacio semanal, tampoco otras colaboraciones periodísticas en otros medios. He abandonado mis redes sociales, he dejado sin contestar los cientos y cientos de mensajes de apoyo que he recibido por todas las vías. No contesto al teléfono. Me he desconectado, a la fuerza. He entrado en modo avión. Me he volatilizado. Como un espectro.

A este lado de la vida, el paranormal, revivo una y otra vez la noche del accidente, desde que le dije la última palabra banal a Martín hasta que encontré su cuerpo en la acera. Los días pasan lentos junto a mi hijo Miguel y unas pocas personas queridas. Los contornos de la realidad están difuminados, los sonidos distorsionados, como bajo el agua. Los espectros arrastramos cadenas, hablamos en confusas psicofonías. Somos muchos. Estamos alrededor de ti y de tu vida, puede que no nos oigas.

Los espectros ya no opinamos.

¿Qué buscamos, entonces? Regresar. Existir. Recuperar a quienes hemos perdido, y nuestra vida con ellos. Nuestro corazón camela cosas que no pueden ser, y si una noche sientes en la nuca un aire frío, y nos escuchas de fondo aullar y lamentarnos, lo que te asusta no es tener un poltergeist en casa, no. Lo que te asusta es comprobar lo mucho que nos parecemos a ti. Una mala jugada del destino, un coche sin frenos, una célula que se pasa al lado oscuro, un niño con autismo que encuentra una llave indebida y allá va tu vida, a convertirse en ectoplasma, hasta quién sabe cuándo, quién sabe qué.

Querido lector, querida lectora: míranos. Estamos en tu calle, en tu barrio, en tu familia, a tu alrededor. No subimos fotos de nuestras vacas al insta, no participamos ya en el debate público o las organizaciones políticas, no soportamos la luz directa ni las reuniones ni contestamos whatsapps. Pero ahí estamos, nuestras presencias se cruzan con la tuya, en cuanto dejas de mirar la pantallita, nos ves. Es fácil. O tal vez no tan fácil, en una sociedad como esta, tan dada a esconder y rechazar el dolor y la debilidad. Pero es posible. Se nos notan en la cara la pena y el trastorno, iguales a los tuyos si estuvieras en nuestro lugar.

¿Nuestro lugar? Llama, sigue llamándonos, aunque sea por ouija, ayúdanos a volver. A que sea posible volver.

Hasta muy pronto entonces, gente bonica.