Andar está de moda. Desde que el colesterol empezó a preocuparnos surgió el fenómeno de caminar cuando menos te lo esperas. Antes llamabas a alguien a casa y era muy raro que te dijeran que la persona en cuestión no estaba, porque se había ido a andar. Ahora, como apenas quedan teléfonos fijos, llamas a alguien y te contesta entre sonidos chirriantes, jadeos varios, respiración entrecortada y gritos, con aquello de que ahora apenas puedo hablar, es que estoy andando. Vamos, que hemos descubierto que activar nuestras extremidades inferiores viene bien para el resto del cuerpo y, sobre todo, para el conjunto del alma. Caminamos, nos ponemos en marcha y, si me apuran, que no hay quien nos pare€

Si hay una estación del año en la que tenemos arrancadas de caballo es, precisamente, en esta, en verano. Y si les sumamos las vacaciones, más que más. Y si estamos en la playa, pues ya está todo el pescado vendido. O como se dé el caso de que hayamos escogido un destino de montaña o de multiaventura, el clímax está garantizado. Legiones de andarines salen de sus moradas nada más despertar el alba. Dos especies son las madrugadoras: la formada por personas jubiladas y las primerizas parejas jóvenes con bebés. Las primeras porque, ya se sabe, precisan de menos horas de sueño, son previsoras, prefieren el frescor de la mañana y, además, tienen el encargo de traer el pan, los churros, el periódico o lo que se tercie, para el desayuno. Las segundas, porque no tienen nada mejor que hacer. Esta salida se produce cuando el bebé ha dicho que ya estaba bien de estar tumbado en la cuna o en la colchoneta y lo que quiere es que corra la calle por sus venas. Y ahí tienes a los sufridos progenitores caminando, con cara de agotamiento, con arrastre de carrito y de sueño.

Hay una tribu, sin embargo, entre la que me incluyo, que le pone eso de andar a cualquier hora del día. Que siempre encuentra una razón para calzarse unas botas o unas zapatillas para iniciar la marcha, especialmente en caminos y sendas de campo o de monte. Sin auriculares. A lo sumo con la compañía de un perro que disfruta tanto o más que sus amos. Para saborear con la simple consciencia de uno mismo o de una misma, de sus limitaciones, de sus fortalezas. Sintiendo el peso de tu cuerpo, de tus recuerdos, de tus circunstancias. Son instantes en los que repasas lo vivido, los proyectos no alcanzados, los planes a iniciar. En los que descubres el sabor de la amistad porque comienzas un diálogo sin interrupciones, sin interferencias, sin ruidos. Si además le sumas el sentido trascendente de emprender un camino de encuentro, con una realidad que escapa de ti, pues tienes la opción de hacer el Camino de Santiago, el Camino de la Cruz o el Camino Ignaciano, por poner algunos ejemplos. Ni exclusivos ni, por supuesto, excluyentes.

Caminar, iniciar la grandiosa aventura que no necesita de grandes recursos económicos, es una experiencia que desde la Antigüedad ha acompañado al ser humano. No es algo de ahora, sujeto a las modas que nos marca el Decathlon en función de si la travesía es sencilla, media o de trekking, si los suelos son más duros o húmedos, o si se invaden los carriles bicis por quienes andan en bajar peso o colesterol del malo, el pobrecito LDL. Precisamente por su carácter ahistórico es por lo que andar es una de las mejores medicinas que el personal puede encontrar, siempre al alcance de la mano, para encontrarse con uno mismo. Que no es otra cosa que ser consciente de quién eres, de qué vas y cómo lo llevas. ¿Te parece poco?