Una de las obsesiones del conocido escritor de ciencia ficción Philip K. Dick consistía en cómo, a través de estados de conciencia alterados o tecnologías muy avanzadas, la realidad era suplantada por otra «realidad» artificial o virtual que anulaba el verdadero conocimiento de aquella, la «real realidad», que diría Aira. Al final, las fake news y la constante exposición a redes sociales e informativos tendenciosos conducen a la construcción de realidades mentales y morales parceladas. En la novela Ojo en el cielo de Philip K. Dick ocho personas caen en un estado de inconsciencia debido a la explosión de un desviador de radiaciones protónicas (sea lo que sea esto) en una instalación que se encuentran visitando.

Tras la explosión el grupo queda atrapado en una realidad alternativa que ha sido proyectada por la mente de uno de los miembros. Resulta que este hombre es un fanático religioso, así que todo lo que sucede en este universo está regido por la Gracia divina, los milagros son moneda común, la ciencia se basa en leyes religiosas y nada escapa al ojo furibundo de un dios justiciero.

Cuando logran escapar de uno de estos mundos mentales acceden a otro todavía peor. Este mundo pertenece a una señora escrupulosa y puritana que odia el sexo y cualquier animal o cosa que no se ajusta a su cuadriculada y remilgada mente. Las personas carecen de atributos sexuales y solo existen fábricas de olorosos jabones. Paulatinamente procede a exterminar todo cuanto le estorba o incomoda. Al final, su mundo, a base de aniquilar elemento tras elemento acaba por desaparecer en una suerte de implosión hacia la nada.

La lectura de esta novela de ciencia ficción me ha remitido, irremisiblemente, a algunos sucesos de nuestros días. Pongamos que viviéramos en uno de los restrictivos mundos que propone Ojo en el cielo. Un mundo personal en el que tan solo un punto de vista tiene validez y lo condiciona todo. Imaginemos que ese mundo, por ejemplo estuviese regido por un rockero. Todo el santo día deberíamos estar oyendo a Deep Purple y a Leño y la gente sería obligada a vestir prendas de cuero negro. Bueno, quizá no sería un mundo demasiado horrible.

Pero, ¿qué pasaría si este mundo estuviese diseñado (es decir, gobernado) según las reglas de un racista o de un psicópata asesino? ¿Cómo sería, por ejemplo, un mundo creado por un señor que odiase la cultura y le importase un pepino el medio ambiente? O que fuese contrario a cualquier otra forma de pensamiento ajena a la suya. Sí, ya sé lo que están pensando, estoy hablando de dictaduras, de distopías, de países teocráticos que no respetan los derechos humanos. Pues eso.

Si no queremos vivir en un mundo opaco y siniestro como el que tiene lugar en la fantástica novela de Philip K. Dick debemos empezar a respetar todo aquello que no nos gusta. La sexualidad del otro, la religión del otro, la música del otro (aunque sea un reguetón mamarracho). En estos días no dejamos de escuchar casos de censura amparados en el buen gusto o en extremas sensibilidades que operan de filtro caprichoso ante manifestaciones que no se ajustan a criterios subjetivos, dogmáticos y a menudo sectarios.

¿Tan difícil resulta no querer imponer nuestra visión personal del mundo a los demás? Una distopía, a día de hoy, no requiere imponer a la fuerza una sociedad distinta. Le basta con eliminar todas las ideas molestas o diferentes. La nueva dictadura no utiliza bombas para matar insurgentes, utiliza corrientes de opinión para aislar a los que piensan diferente. Corrección política ya no es sinónimo de protocolo basado en el civismo, sino una subrepticia opresión de ideas.

Una cosa más. Ojo en el cielo fue publicada en 1957. Estamos en 2019 y la realidad, como siempre, supera la (ciencia) ficción.