Hubo un tiempo en el que estuve muy preocupado por descifrar en qué estación del año llegó mi primer amor. La culpa la tuvo la profesora de latín de nuestro instituto, ya que no recuerdo la causa de por qué un día, sin venir a cuento, nos dijera en clase que los amores que duran son los de invierno. Que los de verano son efímeros, fugaces, momentáneos, perecederos. Quizá estábamos a punto de acabar el curso y la buena señora, con la mejor de las intenciones, no lo dudo, nos preparaba para los desengaños que podíamos sufrir en las vacaciones estivales que se avecinaban. El sentimiento de culpa venía a cuento porque en aquel entonces andaba intranquilo por asegurar el tiempo que iba a durar ese enamoramiento del final de la adolescencia. ¿Fue en abril? ¿O quizá un poco antes? No sería a finales de septiembre, ¿verdad?

Cuando descubrí que lo mejor era disfrutar el momento y olvidarse de lo que dijeran los mayores, se acabó lo que se daba. Había que saborear el verano con todas sus consecuencias. Y recordé que esos amores llegaron cuando tenían que hacerlo. En las horas muertas de la tarde, en las playas en las que podíamos disfrutar de unos días de veraneo, cuando imaginábamos que esas niñas francesas a las que no entendíamos ni papa nos habían mirado con aires de complicidad en la arena. Con eso era suficiente para pasar el tiempo y volver a nuestro pueblo para presumir del idilio entre la pandilla. ¡Uf, qué barbaridad! Eran amores platónicos en el que apenas habíamos cruzado palabras, chapurreos, en realidad.

Luego llegaban los amores de campamento. Todos muy serios, muy responsables, en definitiva 'siempre listos', como buenos scouts que éramos. Entre nudo y nudo, aprendizaje de morse, construcción de letrinas y marchas de orientación, aguardábamos como impaciencia que llegara la velada, porque a la luz de una hoguera siempre ha circulado mejor el deseo del amor. Había que estar prestos a prestar ayuda a quien la necesitase. Y un enamorado o una enamorada siempre la precisan. De sobra lo sabe el lector y la lectora que la pérdida del sentido de la realidad es el síntoma que define al amante. Sea de la edad, condición, sexo y orientación que sea.

Casi sin darnos cuenta, crecimos y notamos cambios en nuestro cuerpo (y por supuesto en el del resto de nuestros sujetos amorosos). Descubrimos que el calor y las hormonas provocan un cóctel de emociones que, agitado y sin control, es capaz de que año tras año tropezásemos en los mismos obstáculos para caer en las garras del amor, de la pasión, del entusiasmo por querer y sentirse querido. Un amor que, sin percibirlo apenas, ya no es efímero, sino todo lo contrario: que no espera el transcurrir el paso del tiempo, porque el tiempo ya carece de sentido. La estación siempre es verano, la época en la que nos despojamos de estas capas en las que tratamos de escondernos por temor a perder el control. Es la época de la cosecha del beso, del roce, del gesto enamorado del que nadie escapa. No hay límite temporal posible. Lo ves entre quienes peinan canas, comparten viajes del Imserso o mesas en el bingo del centro de mayores. Entre quienes se aman sin prejuicios, en libertad y por encima de convencionalismos. Un amor que pervive en quienes aparentemente están solas, porque la persona amada abrió camino y aguarda en otra dimensión. Amor pleno de verano que invita al amor.