La camarera, que es amiga, se me acerca por el otro lado de la barra, se acoda en ella y me pregunta en voz baja, dirigiendo mi atención hacia el otro extremo con un golpe de cabeza: «¿Lo conoces?». Solo puede referirse a un señor que se sienta en otra banqueta, hacia el final, pues somos los únicos tres habitantes del bar. Miro disimuladamente y distingo a un maduraco carlancón, de estilo fino y buena planta, pelo entrecano ondulado con entradas todavía no muy pronunciadas, que observa aparentemente distraído la estantería de botellas que tiene al frente mientras consume algo que debe ser un gintónic. «No, no lo conozco, pero su cara me suena», respondo.

La camarera se sonríe. «Fíjate bien, seguro que sabes quién es». « Me vuelvo hacia el personaje, ya con menos disimulo y, es cierto, trae un aire a alguien que me es familiar, pero no caigo. El tipo hace como posturitas, gestos calculados, de lo que deduzco que está avisado sobre la ronda de reconocimiento. «Dame pistas». «Es famoso, muy famoso». Larga meditación por mi parte, pero no consigo identificarlo. «Me rindo», digo. «¡El marido de la duquesa de Alba! ¿Es que no lo ves?».

Y, de pronto, en un instante, como en esos ejercicios de agudeza visual, tengo ante mí a Alfonso Díez, viudo de la aristócrata más titulada del mundo. «¡Ostras, es verdad!». Sorprendido, pregunto a mi amiga: «¿Qué hace este tío aquí, en este barezucho?». La camarera se derrite de la risa y eleva la voz para el otro cliente: «Felipe, otro que te ha reconocido». El tal Felipe se vuelve hacia mí, y dice resignadamente: «Es mi sino». Y, sin más, inicia un relato de penalidades cotidianas:

«Hay días en que no debería salir a la calle. Todo el mundo me confunde con ese Alfonso Díaz. Hay quien me aborda para pedirme autógrafos, y mujeres que me hacen proposiciones. Me preguntan por una vida que no es la mía y que se saben al dedillo. Me quieren hacer fotos, y si me resisto, me las hacen al estilo paparazzi. Uno hasta me propuso que hiciera una inversión en su negocio. Cuando consigo que algún grupo de mujeres me deje en paz, me persiguen sus chiquillos, como si yo fuera un personaje de circo. Solo soy un jubilado que quiere vivir tranquilo». Le pregunto si ha probado a cambiar de gafas o a peinarse de otra manera para que el retrato no sea tan exacto: «Yo soy así. Esta es mi pinta. ¿Por qué tendría que disfrazarme por culpa de un famoso?».

Mi amiga le informa de que soy periodista y podría hacerle una entrevista. Felipe acepta de inmediato y me arrima su tarjeta: «Estoy a su disposición». Y pienso: para estar harto de la fama, bien que la busca.