Recuerdo unos folletos que nos repartían en el colegio, cuando era niño, dirigidos a nuestros padres. Se trataba de una especie de hoja parroquial o guía pedagógica dirigida a aquellas familias de los 70 que, muerto Franco, luchaban por entrar en la modernidad. Nunca leí el contenido de la 'revista' (eran para mayores) aunque supongo que estarían repletos de orientaciones pastorales para prevenir a los padres frente a las tentaciones del maligno. Lo que sí recuerdo, porque me impresionó, es la contraportada: en ella aparecía una niña (imagen ya de por sí exótica para los pupilos de un colegio exclusivamente masculino como el mío) mirando a cámara con una enorme lupa. Junto a ella, un lema o eslogan: 'los niños no aprenden, imitan'. Recuerdo que la frase me impactó porque acudí corriendo a mi madre a preguntarle que, si aquello era verdad, si los niños como yo no aprendían, qué puñetas hacían enviándome cada mañana al colegio en lugar de dejarme jugar con los clicks de Famobil. No sé si obtuve alguna respuesta de mi señora madre, ni si fui capaz de comprenderla. Pero la frase quedó ahí, revoloteando por mi mente.

Uno de los mantras que se repiten hoy día en las redes sociales es aquello de que «a los niños se les educa en casa y se les enseña en el colegio», lo cual sirve para recordar a los padres que no pueden esperar que los docentes hagan el trabajo que ellos no hicieron, lo cual es cierto. Al mismo mensaje contribuyen las diatribas de un conocido juez de menores que, a modo de Sancho Panza, canta a los adultos las verdades del barquero: que se dejen de zarandajas y apliquen mano dura con sus vástagos si no quieren criar pequeños delincuentes. Coincido en parte, pero solo en parte, con todos ellos.

Evidentemente es cierto que el colegio no puede ser el único responsable de la educación. La familia es la escuela de la vida y en ella se aprenden los valores más importantes. Pero también en la escuela se aprende a respetar al prójimo, a actuar con rectitud, a ser honesto. Lo que ocurre es que estos principios no se 'enseñan' sino que se 'muestran' y el niño no los aprende sino que los incorpora a su modo de vida (los aprehende) y esto sólo se consigue con el ejemplo de los adultos. Por supuesto que los padres tienen que ocuparse de educar a sus hijos, pero no -como dice el juez- castigándolos más duramente y enseñándoles a temer (que no respetar) a quien tiene más fuerza que ellos (esto es, a la autoridad) sino dándoles un ejemplo de honestidad, de respeto, de solidaridad y de amor. También los padres pueden y deben transmitir con su ejemplo el interés por el estudio, por la superación, por el descubrimiento del mundo y de sus maravillas (el cine, la música, la lectura); de esa forma ayudarán a los docentes en su labor académica.

Pero los docentes, por nuestra parte, tenemos una tarea mucho mayor que la mera enseñanza. A veces, detrás del tópico de que «la escuela enseña y la familia educa» parece que hay un oculto deseo de sacudirse las responsabilidades. No es eso. Lo cierto es que la mayoría de los profesores tienen una gran vocación por su trabajo y están encantados de participar en la gran aventura que supone crear ciudadanos responsables y libres, capaces de construir un mundo mejor. Lo que ocurre es que están desesperados. Con una sociedad que no les reconoce su labor, unas familias que, demasiadas veces, cuestionan su autoridad y unas instituciones que los ahoga en burocracia, muchos maestros están hartos de lidiar con niños o adolescentes que desconocen las más elementales normas de educación.

Pero ello no debe desalentarnos. El 'profesor quemado' debería recibir el tratamiento preciso. Las familias deberían apoyar a los maestros y la sociedad comprender que el futuro está en sus manos. Los profesores, por nuestra parte, desde el jardín de infancia hasta la universidad, debemos ser conscientes de que somos el modelo de adulto en que nuestros alumnos se miran. Que cuando somos arbitrarios o crueles, cuando nos reímos de su ignorancia o despreciamos su esfuerzo, estamos enseñándoles que quien tiene poder puede abusar de él impunemente. Por otra parte, cuando nos desvivimos por ayudarles, por hacerles asequibles los conceptos más abstrusos, cuando transmitimos pasión por aprender, les animamos en el trabajo y somos educados, amables, correctos en el trato y justos en la valoración de su esfuerzo, les enseñamos que el verdadero éxito no es pegar un pelotazo (simbólico o real) o ser tronista en la tele. Llamadme iluso, pero creo que cuando un profesor hace eso enseña mucho más con su ejemplo que con sus palabras.