Las Ciencias de la Salud distinguen entre endemia, epidemia y pandemia, según que una enfermedad se propague de forma crónica entre una población determinada, que exceda de la irradiación habitual o que se extienda tan extraordinariamente que sobrepase las fronteras de una determinada región, país o continente.

El reduccionismo, considerado como la simplificación de problemas complejos, es una patología social que tiene claras connotaciones de pandemia, puesto que se ha extendido como método de análisis en todos los ámbitos y niveles sociales por los cinco continentes. Sirvámonos de ejemplos: un forastero que viera cómo se conduce en las autovías murcianas, podría deducir que esta región es mayoritariamente de izquierdas. Mediante un razonamiento inductivo llegamos a una conclusión lógica, pero tacharemos de falsa la premisa, pues el carril por donde se conduce no es indicativo de la ideología del conductor y la conclusión no sólo no es cierta, sino completamente disparatada.

Cierto que la reducción al absurdo es un método de demostración matemática y filosófica utilizado desde antiguo. En general, se trata de tomar como cierta la tesis contraria a la que se pretende demostrar y, siguiendo un proceso lógico, llegar a una conclusión que resulta ser absurda, de donde colegimos que la tesis que queríamos es la verdadera. Pongamos un ejemplo: Donald Trump cuestiona el cambio climático cuando Estados Unidos sufre una ola de frío; no sabemos qué entiende él por calentamiento global si su concepción del globo terráqueo no sobrepasa la de uno de helio. No obstante, el problema de Trump, no es el reduccionismo, sino el absurdo; la primera potencia mundial y la democracia más longeva, en manos de un maniqueo esquizofrénico. Ítem más, Boris Johnson, Premier del Reino Unido, el régimen parlamentario más antiguo del planeta, gobernará al pueblo al que mintió dolosamente para manipular el resultado del referéndum del Brexit; está a punto de demostrar cuán perjudicial es la UE por lo calamitoso que será abandonarla.

Trasladamos el ejemplo a la política nacional. Rivera mantiene que Sánchez y su consejo de ministros son una banda que se quiere repartir el botín, mientras él se arroga la defensa del constitucionalismo diciendo que el art. 155 es Constitución. Lo cierto es que sólo se trata de un precepto para situaciones excepcionales que, por su naturaleza restrictiva de derechos, ha de interpretarse restrictivamente y aplicarse con extremo cuidado. Quien pretende hacer una interpretación extensiva y convertir en situación general lo que es excepcional es tan poco democrático como injuriar al Presidente del Gobierno de la nación a la que éste representa. Es la apuesta reduccionista de Ciudadanos, arraigar en el nacionalismo español, pactar con la ultraderecha a través de persona interpuesta y agitar la bandera rojigualda en los territorios donde pierde votos cada vez que habla. De banda proviene desbandada, como antaño sucedió a UCD, con la pequeña diferencia de que el partido de Suárez sirvió a su país y la causa de la democracia, antes de la gran diáspora de sus cuadros dirigentes, mientras que Ciudadanos, que vino a regenerar la política y a representar a la sociedad civil, sin haber llegado a demostrar nada, se enzarza en la absurda disputa por la camisa nueva bordada en rojo anteayer.

La investidura frustrada del Presidente es una decepción general. Un doctor en Ciencias Económicas que parece no recordar el Nobel de Economía recaído en Oliver Hart y Bentg Homlström en 2016 por sus aportaciones a la Teoría de los Contratos; la Economía funciona gracias a la contratación, la técnica del pacto entre competidores para alcanzar el máximo de eficiencia, para lo cual es preciso ajustar los recursos de manera que todas las partes intervinientes obtengan un beneficio. El problema surge cuando la negociación se plantea en términos personales de ganador y perdedor. Verbigracia en Murcia, donde los tres partidos que se disputan la hegemonía del espectro político conservador se han puesto de acuerdo sin importarles la pugna por el liderazgo, la arrogancia de algunos ni el hedor de los postulados de otros; todos los recursos confluyen en la mayor eficiencia del reparto del poder. En cambio, PSOE y Podemos se enzarzan en la disputa de cargos y competencias, la ambición de poder frente a la influencia de los lobbies y los oscuros intereses que gobiernan el precio de la luz, la cortedad de contratos y salarios o la ganancia de la banca.

Por su parte, Alberto Garzón critica al Tribunal Constitucional porque éste sentencia que el Parlament de Cataluña no puede reprobar al Rey. La Constitución consagra la irresponsabilidad del monarca y eso implica que sus actos han de ser refrendados por el Gobierno de la nación, de manera que el responsable de aquellos ha de ser necesariamente un miembro de éste. En tiempos de reduccionismo, ya no sabemos cuando el desconocimiento de la Constitución por un político es deliberado recurso electoralista y cuándo es producto de la más pura y bochornosa ignorancia. Cualquiera de los dos supuestos nos lleva al absurdo, porque el que sufre las consecuencias es el pueblo, que puede volverse ingobernable.

Sólo queda mi proposición reduccionista: pues nosotros elegimos a nuestros legisladores, tal vez no sean sus deméritos, sino los nuestros; ellos son el reflejo de nuestra elección y su incapacidad para el diálogo es producto de nuestro atrincheramiento ideológico. ¡Calma! Si el PP de hace unos años era incapaz de llegar a ningún acuerdo con nadie, ahora pacta a su derecha y a su izquierda y hasta es capaz de dialogar con el PSOE. No todo está perdido, aunque algo huela a podrido en Dinamarca -Shakespeare dixit-.