Esto podría ser un cuento de Navidad, pero sucedió en pleno mes de junio, cuando al llegar a Murcia a las tres y media de la tarde era ya un infierno, en el termómetro digital de la calle Rector José Loustau marcaban treinta y nueve grados y, si tenía que detenerme por encontrarlo en rojo, sacaba el móvil para echarle una foto a la cifra y enviársela a mis hijos, que viven en latitudes más frescas. De vuelta sus emoticonos de asombro.

Podría ser un cuento de Navidad pero es un cuento de gorrillas. De mi gorrilla para ser más precisos. Alto y negro como el azabache, senegalés. Varias veces le pregunté su nombre y varias veces la olvidé porque mi memoria es corta y, a pesar de proponerme mil veces recordarlo, volvía a perderse entre su bruma espesa; no así su sonrisa, ni su amabilidad, ni el gesto que voy a contarles.

Confiaba en él, y él me favorecía, supongo que porque mis propinas eran más generosas que otras, porque yo también le sonreía, o porque sí. Gracias a su conocimiento del barrio («espere dos minutos, que este se va a las nueve», me garantizaba siempre con razón) , lo imaginaba viviendo en un piso cercano desde cuya ventana observaba las idas y venidas de los vehículos durante horas.

Se lo pregunté un día y me dijo que vivía ahí mismo, señalando un bloque de viviendas deterioradas, compartiendo vivienda con otros compatriotas; imaginaba la falta de intimidad que tan necesaria nos es a los humanos, de higiene, de comodidades; imaginaba una vida que apenas tenía elementos con que imaginar.

Pues bien, un día, después de años ayudándome a buscar aparcamiento en su zona, mi gorrilla, al que vamos a llamar Ibrahim, me indicó un aparcamiento que obstruía un paso entre dos espacios abiertos. Ante mi extrañeza, me aseguró que mi coche estaba seguro allí.

He dicho que confiaba en él, y lo dejé tal y dónde me dijo. Me fui a trabajar tranquila y, cuando volví por la noche, sujeta en el limpiaparabrisas había una multa de doscientos euros por aparcamiento indebido o por otra razón que estimé cierta y que también he olvidado. Yo sabía desde el principio que mi coche estaba mal aparcado, sabía que lo había dejado allí por indicación de mi gorrilla, y me enfadé internamente con él. Pasaron algunos días antes de volver a aparcar en la zona. Pagué la multa con el descuento del cincuenta por ciento, y regresé a la ciudad esta vez muy de mañana, dispuesta a hablar con Ibrahim y a mostrarle mi sorpresa y mi disgusto.

No le vi, y me dirigió hacia un sitio libre otro gorrilla que trabajaba con él. Con anterioridad había observado cómo se llamaban por teléfono para comunicarse los movimientos de los coches, cómo colaboraban eficientemente. Cuando bajé del mío y le di su propina, el gorrilla me dijo que Ibrahim quería hablar conmigo, que estaba viniendo hacia allí, que me había esperado toda la semana. Era evidente que tenía el encargo de llamarle apenas me viera, que lo había tenido todos los días desde entonces.

Ibrahim llegó avergonzado, circunspecto y culpable, pidiéndome perdón por la multa, que había visto antes que yo, el mismo día en que la pusieron. Pero lo que quería Ibrahim de verdad era pagar los doscientos euros de la sanción. De su bolsillo, por haber faltado a su trabajo de gorrilla, por haberme fallado. Se lo impedí, como es natural.

Le dije que la multa ya estaba pagada e Ibrahim me contó lo que había sucedido. Hablaba con dificultad nuestra lengua, pero comprendí que había un vecino, «un hombre malo», dijo él, que llamaba arbitrariamente a la policía cuando estaba enfadado con ellos por razones que él no sabía explicar. Entonces la policía multaba a los vehículos que, si el vecino no protestaba, podían estacionarse allí sin ningún problema.

Ibrahim había confiado en el buen humor del hombre malo, y se equivocó. Su honestidad me satisfizo, había apostado siempre por él en pequeños detalles sin importancia, y no me defraudaba. Pensé que si nuestros políticos y nuestros bancos pagaran sus errores con la misma diligencia que Ibrahim otro gallo nos cantara. Dio la casualidad de que, esa misma mañana, un coche de la policía local estaba aparcado cerca de donde habían multado el mío. Les pregunté por la versión de Ibrahim y la corroboraron punto por punto.

Desde entonces he pensado en contar esta historia muchas veces y no lo he hecho hasta ahora. La traigo a propósito de la noticia de que el ayuntamiento de la ciudad va a legislar contra los gorrillas, que, incluso, si molestan a los ciudadanos con sus indicaciones o sus presiones a la hora de aparcar, va a decomisarles el dinero que obtienen por su mísero trabajo . Me pregunto si no hay asuntos más urgentes que legislar, y se me ocurren unos cuántos.

Me pregunto si no hay otra forma de regular su actividad que la sanción, y sigo creyendo que podrían arbitrarse otras bien distintas.

Detrás de los gorrillas hay miseria, desarraigo, exclusión. Las multa son también, en este caso, obra de hombres malos.