Esfera aparente, azul y diáfana que rodea a la tierra, y en la cual parece que se mueven los astros», dice del cielo mi viejo diccionario en un alarde de lirismo cuya imaginería del mejor barroco resalta su condición ilusoria y vana, que solo pudo superar Calderón de la Barca cuando lo pintó como «mentira azul de las gentes». Esa existencia ilusoria hace que nuestra fe pueda, sin esfuerzo, convertirlo en el Reino de los Cielos, mansión en que los ángeles, santos y bienaventurados gozan de la presencia de Dios, e incluso en encarnación del propio Ser Supremo, al que, válgame el Cielo, nos encomendamos para que nos proteja.

Vista su situación preeminente, no extrañará que llamemos cielo al remate superior de la cama o al techo raso de una habitación. Y dada su omnipresencia e importancia en nuestra vida, es muy frecuente que todos lo tomemos, para una cosa u otra, como imagen de referencia: los indignados claman al cielo o ponen sus gritos en él, mientras que los virtuosos ganarán el cielo y a los afectados por una desgracia se les juntará el cielo con la tierra o se les vendrá abajo, sin más. Los tocados por la fortuna inesperada lo verán abierto y se alegrarán del hecho llovido del cielo, y los cegados por la soberbia recibirán en la cara lo escupido al cielo.

Los amantes de la naturaleza verán cerrarse o despejarse el cielo, o les parecerá que se viene abajo, como índice natural de cambios y fenómenos atmosféricos. Finalmente, los cumplidos y pamplinosos lo bajarán a la tierra, para decir, con razón o sin ella, que toda cosa o persona es o está hecha un cielo, habida cuenta del carácter tan aparente que nos ofrece su imagen vagarosa y moldeable.