Entrar en los dominios de la Z, allá en los lejanos confines del diccionario, no deja de ser una aventura arriesgada y peligrosa, anunciada ya por su grafía quebrada, compuesta por segmentos rectilíneos que forman entre sí ángulos entrantes y salientes, como si fueran la encarnación viva del zigzag o de los tallos sarmentosos y encrespados de agujas de la zarza, para componer una orografía áspera y laberíntica que marca de por sí la realidad nada amable de lo denotado, sea el esquivo zahareño, la avinagrada zurrapa, el alboroto de la zalagarda o la estrechez del zaquizamí. Efectos negativos que se potencian si se combina con otras grafías de sones también estridentes, como en zamarrazo, zamborotudo, zanguango o zarandaja.

Pero detengámonos en zarrapastroso (o en su variante, el zaparrastroso, que el orden de los factores no altera el producto) y vistamos con él al desaseado y andrajoso, al que los ropajes sucios y desgalichados nos lo presentan como un cuerpo lleno de zarrapastra, que no es más que las cazcarrias con que se enlodan los vuelos de las ropas al rozar con el suelo, y también los corvejones del ganado ovino ensuciados con el estiércol aguanoso del corral.

Así configurado, no hace falta insistir mucho en que este vocablo, como la mayoría de los de sones aparatosos, será munición suficiente para rebajar a personas o atuendos poco airosos. Con él los padres prevenidos podrán descalificar al pretendiente un tanto arrastrado de su hija, la madre o la abuela se harán cruces ante el estado de los ropajes del niño tras una tarde desenfrenada de juegos, y la señora o el caballero tacharán de zarrapastrosa cualquier prenda que les parezca un tanto desastrada o descompuesta por su hechura o estado de conservación.