Pamplona es una ciudad de provincias llena de encanto provinciano, valga la redundancia. Si no fuera porque Vetusta, la ciudad reimaginada de Leopoldo Alas Clarín, es claramente Oviedo, podría pasar por Pamplona. Allí viví unos preciosos años de juventud estudiando en la Universidad de Navarra, un tiempo que los años y la nostalgia han magnificado en el recuerdo. Allí celebramos, hace un par de meses, el reencuentro cuarenta años después algunos (la mitad más o menos) de los que coincidimos en la promoción del 79.

Hay que decir que yo fui en calidad de invitado, porque en realidad no terminé la licenciatura de Ciencias de la Información en Navarra, sino en la más pedestre, pero tan prestigiosa académicamente, Universidad Autónoma de Barcelona, y no en la especialidad de periodismo, la única opción entonces en Pamplona, sino en la más prosaica de Publicidad y Relaciones Públicas.

Aún así, fui acogido con gran cariño por mis antiguos compañeros de Facultad, como si de uno de la promoción se tratara, lo cual agradezco infinitamente. Especialmente agradecido estoy a Ángel Blasco, un miembro del Opus Dei que se erigió en promotor del evento. Ángel se dedica al mundo del cine, desde el ámbito de la producción y distribución, a través de una conocida firma fundada hace muchos años por su familia.

Encontrar de nuevo a un grupo de personas que no has visto, ni has sabido de ellas, durante cuarenta años, te garantiza una inexorable reflexión sobre el paso del tiempo. Lo que ves en ellas es un espejo exacto de lo que deberías ver en ti. Si el tiempo ha pasado por ellas, es que ha pasado por ti. Y no es una reflexión baladí. Cuando ya se ha cruzado la barrera de los sesenta, en tu percepción del discurso interior no notas la más mínima variación entre el niño que fuiste, el joven en el que deviniste, el maduro en que te convertiste, y el joven senior que eres ahora. Todos los signos del paso del tiempo son exclusivamente externos, y la prueba irrefutable te la encuentras en el espejo cada mañana y en la visión de aquellos que recuerdas en plena juventud y también han sido afectados por el paso de los años.

Cuando Inés Artajo, directora en la actualidad del Diario de Navarra, describió en su intervención ante los reunidos la impresión del primer día de Facultad, no solo los recuerdos sino la vergüenza ajena me impactó como lo hubiera hecho un tsunami en un playa de Tailandia. No es textual, pero Inés se refirió a una intervención mía que, por su aparente extensión y prolijidad en términos incomprensibles, le hizo dudar de estar en el sitio adecuado o de si debería volverse a su casa para lidiar con empeños más accesibles.

Ese comentario de Inés, me hizo recordar lo increíblemente pedante que era en mi juventud, dotado como un Cicerón para una oratoria fluida y espectacular. Probablemente alguna parte de la audiencia pensaran en realidad cómo un capullo de tal calibre se había colado en una Facultad no acostumbrada a tales dechados de oratoria, y menos de un mico presuntuoso de 17 años venido de tierras, las murcianas, que a los navarros les sonaría en aquella época como el último reducto almohade de la Península.

Aparte de la cita y la reflexión posterior a mi intervención en ese primer día, la picante intervención de Inés giró por momentos sobre la percepción que debieron tener las jovencitas de la cosecha local de casaderas, que en aquel curso, aparentemente lleno de jóvenes sanos y atractivos de los cuatro puntos cardinales del país, no tenían la más mínima posibilidad de encontrar un novio que mereciera tal apelativo. En el entorno de aquella promoción de periodistas potenciales, o te traías el novio puesto de casa, o que te fueran dando, vino a decir Inés.

Y es que lo que no sabía Inés Artajo, ni por descontado las chicas navarras de aquel curso, era que aquella promoción del 79 incluyó un experimento promovido por el ahora santo Josemaría Escrivá, cuya objetivo confeso era la penetración de los medios de comunicación sociales a través de la formación de un núcleo compacto periodistas miembros de la Obra. Los viejos del lugar recordarán cómo en los años previos a la Transición, los semanarios como Triunfo o Cambio 16, consentidos y estimulados por una entonces tímida apertura política, le daban al Opus Dei hasta en el carnet de identidad. En realidad todo ello tenía que ver con las batallas entre facciones políticas dentro de un Régimen franquista boqueante, pero la mala prensa de la Obra estaba arreciando y la tormenta no parecía amainar.

Ante este estado de cosas, la Obra, impulsada por su fundador, decidió reclutar en su seno a jóvenes capaces de infiltrarse en todos los ámbitos mediáticos para darle la vuelta a la tortilla. Era parte de la estrategia de la AOP, Apostolado de la Opinión Pública. De esa iniciativa surgieron en el año 74 algo más de una veintena de numerarios con vocación periodística impostada, o al menos fuertemente estimulada por los Directores del Instituto Secular de entonces, y Prelatura personal de ahora. A mí en concreto, el director de la Casa del Opus de Cartagena, creo recordar que se llamaba Alberto Leal, me 'sugirió' que estudiara periodismo, en contra de mi deseo expreso de estudiar Filología Hispánica, que era mi vocación de entonces. Ante mi negativa, me dijo que me lo pensara de nuevo, y ante la segunda negativa, su sugerencia adquirió caracteres de mandato imperativo. A esto no me puede negar, y más cuando el palo iba acompañado de la zanahoria de estudiar en Pamplona, en el ámbito intelectual más venerado y reconocido de la sacrosanta institución.

Así que Inés tenía razón en su intervención: las chicas no tenían la más mínima posibilidad de pescar un foráneo, debido a la condición de numerarios con voto de celibato de la mayoría de los varones. Por lo demás, el contraste entre mi yo de aquella época, un numerario embravecido y fanático, y lo que ha sido el resto de mi vida (en Tercero de carrera busqué pastos más verdes y llevaderos), me recuerdan los versos El camino no tomado, del poeta británico Robert Frost: «Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo tomé el menos transitado. Y eso lo ha cambiado todo».

¡Ah! Se me olvida lo del 'dolor' del título. Tan entusiasmado estaba por volver a pasear por Pamplona, sus avenidas, su jardines de la Taconera, su casco viejo y tan proclive estaba a que me enseñaran el campus de la Universidad, enriquecido de espléndidos ejemplos de arquitectura contemporánea, que me hice una ampolla en el dedo gordo del pie que me tuvo dolorido el resto de la semana. Pero lo digo en voz alta: ¡Disfrutar de Pamplona un fin de semana bien vale el dolor una ampolla!